Cada uno a lo suyo
Viena, 29/09/2024. Staatsoper. Verdi. Don Carlo. Joshua Guerrero (Don Carlo), Asmik Grigorian (Elisabetta), Roberto Tagiavini (Felipe II),Eve-Maud Hubeaux (Éboli), Étienne Dupuis (Posa), Dmitri Ulyanov (Gran Inquisidor) Orquesta y Coro titulares de la Ópera de Viena. Kirill Serebrennikov, dirección musical.Philippe Jordan, dirección musical.
Verdi, sus libretistas, cantantes, director y músicos por un lado. El director artístico y sus ayudantes por otro. En medio un público desorientado (algunos ya preparados al abucheo por las informaciones del estreno) que quería comprender qué tenía que ver lo que unos y otros proponían; cómo unir una ópera de Giuseppe Verdi, Don Carlo, con la propuesta escénica del director ruso Kirill Serebrennikov. Difícil tarea, sobre todo cuando lleva las de ganar una obra maestra muy conocida y apreciada por los aficionados y enfrente tiene un planteamiento totalmente ajeno a la esencia del mensaje de la novela de Schiller en la que se basa el libreto de la ópera. Y eso que Serebrennikov se esfuerza en explicar los lazos de unión entre su producción y el alma de la obra, o por lo menos lo hace uno de sus ayudantes en el programa de mano. Pero no todo el mundo compra el programa y si tu propuesta no habla por sí sola de tu intención, de tus ideas, de tu mensaje, es que algo falla, no has acertado en el enfoque. Más adelante hablaremos de la producción de Serebrennikov que, adelanto, me pareció fallida e inconexa pero también meditada y con una intención clara. Otra cosa es que todo eso funcione en una ópera.
Quería destacar, en primer lugar, el lado musical de esta producción que abre la temporada en la Ópera de Viena, porque creo que el trabajo de todo el equipo ha sido tan excepcional que merecen que se comience hablando de ellos. Esta crónica también podría llamarse “la madurez de los 40” porque la mayoría de las y los protagonistas, excepto una, están en esa década de su vida. Es un reparto joven para los estándares operísticos y sobre todo verdianos, pero es a la vez un grupo de cantantes que transitan, seguramente, en uno de los mejores momentos de sus carreras, con un bagaje detrás lo suficientemente sólido para poder brindar a esta ópera toda su grandeza musical. Por eso, pese algunos momentos en que la dirección artística interfería en el disfrute de lo musical, se puede calificar esta función de un enorme éxito. ¿A quién se lo debemos? A todos, pero especialmente hay tres cantantes que para mí destacaron por encima del excelente nivel general.
El Felipe II de Roberto Tagliavini es de libro. Nobleza, elegancia, voz en perfectas condiciones con seguridad en la tesitura y un gesto actoral acorde con su papel. Estuvo genial en todas sus intervenciones pero en Ella giammai m’amò emocionó a todo el teatro. También su dúo-enfrentamiento con el Gran Inquisidor estuvo lleno de intensidad y belleza. Un trabajo impecable.
¿Y qué decir a estas alturas de la trayectoria de Asmik Grigorian? Es impresionante ver cómo se entrega a cada uno de los roles que encarna, cómo se transforma y cómo le da a cada uno su natural expresión. Aquí, seguramente por exigencias de la producción, no estuvo demasiado entregada actoralmente en el dúo con Don Carlo ( Io vengo a domandar) aunque vocalmente ya demostró su altísimo nivel. Pero fue en la extensa aria del último acto (Tu che le vanità) donde lo dio todo y donde pudimos comprobar que es una voz excepcional, increíble en el agudo, segura en el centro y regia en el grave. Grigorian enamora por cómo recita el verso, cómo expresa en cada momento sus sentimientos a través de la música, por un cante cuasi perfecto y sobre todo entregado, visceral, maravilloso. Sin duda el momento más brillante de la noche.
También Eve-Maud Hubeaux, la única solista del reparto que aún transita por la década de los treinta, tuvo momentos espectaculares que demuestran la inmensa calidad expresiva y vocal de la mezzo suiza. Me atrevería a afirmar que fue la más entregada como actriz, sobre todo en sus dos arias principales, la “canción del velo” y el O don fatale. Esta última también estuvo entre lo mejor de lo oído en toda la representación, gracias a que Hubeaux posee un timbre de una belleza especial, que mezcla lo esperado en una mezzo con una indudable frescura, consiguiendo agudos casi sopraniles sin perder el impresionante grave cuando es necesario. Fabulosa también.
El canto de Joshua Guerrero está lleno de arrojo y fuerza, con un gran volumen que sobrepasa sin problemas la orquesta, pero le falta un punto de refinamiento que también es fundamental en el papel de Don Carlo. Destacó sobre todo ensu dúo con Elisabetta y en la primera escena que acaba con el famoso dúo de él y Posa. Este último papel lo defendía Étienne Dupuis, que mantuvo el gran nivel general del reparto. Con un timbre bello y muy limitado por una puesta en escena que no dejaba ni atisbo para mostrar la nobleza que el rol tiene, su gran momento fue la escena de su muerte (pese a que se la cantó a una cabeza de maniquí, como si imaginara la voz de Carlos que andaba por allí como un fantasma), sin duda una de las páginas más bellas de toda la partitura y en la que el barítono canadiense demostró que es un cantante muy solvente en estos papeles verdianos.
Siguiendo la tradición eslava, el bajo Dmitry Ulyanov, que cantó en Madrid hace cinco años el papel de Felipe II, dio vida a un Gran Inquisidor canónico pese a que, vuelvo a repetir, su amedrentador personaje queda totalmente desdibujado por los designios escenográficos. Todos los comprimarios respondieron estupendamente, especialmente Ivo Stanchev en el doble papel de monje y Carlos V. Buen trabajo del Coro de la Ópera de Viena que se mostró como un conjunto compacto y de gran calidad , tanto en la acto de Atocha como en el de la rebelión contra Felipe II.
Philippe Jordan, director musical, siempre es una garantía en el foso. Quizá no sea de los maestros más mediáticos, pero su batuta es de las que nunca defrauda, se mantiene en un segundo plano, está siempre atentísimo al escenario y a la orquesta y consigue que todo funcione como un reloj. En Viena se le quiere bien, y fue justamente el más aplaudido en los saludos finales (hasta le lanzaron flores) junto a una extraordinaria Orquesta de la Ópera de Viena (el nombre que toma la Filarmónica cuando baja al foso), un conjunto que en esta ocasión se lució especialmente, sobre todo la sección de viento, regia y precisa en todo momento, sin olvidar unas cuerdas que dieron lo mejor de sí en los pasajes más líricos de la partitura (maravilloso el primer violonchelo en el aria de Felipe Ella giammai m’amò).
No es fácil explicar la propuesta de Kirill Serebrennikov para este Don Carlo vienés. El eje principal de su idea es el básico de la obra, con dos niveles narrativos. Por una parte está lo que podríamos llamar el conflicto familiar y, por otro, el enfrentamiento político. Serebrennikov sitúa la acción en nuestro tiempo y en una especie de Museo del Traje o quizá lo podríamos llamar “Centro de investigación y recuperación histórica de la indumentaria de los Austrias españoles” porque eso exactamente es el gran espacio que domina el escenario durante toda la obra, lleno de armarios, una plataforma y con una gran mesa central que sirve para ir sacando las piezas artísticas. En ese Centro veremos, incansable y aburridamente, el ir y venir de los investigadores vistiendo a los cuatro personajes fundamentales de la obra con unos ricos ropajes con el objetivo de presentarlos en una exposición. Por supuesto, después, con el mismo trajín, veremos como se desviste paso por paso otra vez a los maniquís humanos que representan a Felipe II, Isabel de Valois, el infante Carlos y la princesa de Éboli. Mientras el conflicto familiar se plantea entre el director del museo, su esposa, un empleado enamorado de esta última y dos trabajadores que también están implicados en los enfrentamientos amorosos.
¿Algo que ver lo que se canta con lo que pasa en escena? No, pura fantasía, si no sabes el argumento o no entiendes ninguno de los cuatro idiomas en los que se traduce el libreto en las pantallas que hay en cada asiento, te vas como has venido. En cuanto a la trama política, algo nos olemos desde el primer momento de la obra cuando aparece el funcionario Posa con una camiseta que pone libertad y con la que trapichea con su colega Carlos. Algo de lío también sospechamos que hay cuando en el acto de Atocha los rebeldes son activistas en contra de la esclavitud de los trabajadores textiles y del consumismo desaforado (eso nos lo hacen ver en proyecciones). Me pregunté toda la noche que tiene que ver ser el director de un centro de investigación de trajes históricos con liderar la explotación de las fábricas asiáticas. ¿Quizá el museo es una tapadera? Aún no lo he resuelto. Y creo que Serebrennikov tampoco. Ahí, si es que no había naufragado antes, es cuando se hunde. Esa conexión no tiene ninguna lógica aunque aceptaras en principio que la idea general del director tuviera sentido.
Lo que no falta en una producción tan transgresora es la leyenda de la España negra a través de videos en Atocha con imágenes clásicas de autos de fe y de la Iglesia represora. Cambiamos todo pero eso no. Lamentable después de alardear en el programa de haber estudiado profundamente la historia y las motivaciones políticas de la trama. Por otra parte, destacar el trabajo del taller de figuración de la Ópera de Viena que ha creado unos trajes de época excepcionalmente bellos bajo la supervisión de Galya Solodovnikova. Lo único bello de una producción donde no te puedes creer a un Gran Inquisidor con guardapolvos ni a unas damas de la canción del velo que acaban vestidas con burkas.
Resumiendo, nos quedaremos con una brillantísima parte musical y olvidaremos el fracaso de la producción escénica.
Fotos: © Frol Podlesnyi