Dudamel Lucerna 

La Pasión según el amor

Lucerna. 11/09/2016. Festival de Lucerna. Messiaen: Sinfonía Turangalîla. Jean-Yves Thibaudet (piano), Cynthia Millar (Ondas Martenot). Orquesta Sinfónica Simón Bolivar. Dir. musical: Gustavo Dudamel.

Nuestro recorrido por varios conciertos de la presente edición del Festival de Lucerna se cerraba con una monumental interpretación a cargo de la Orquesta Sinfónica Simon Bolivar de Venezuela dirigida por Gustavo Dudamel, ejecutando la Sinfonía Turangalîla de Olivier Messiaen. Esta sinfonía, creada en 1949 para la Boston Symphony y dirigida entonces por Leonard Bernstein era un encargo de Serge Koussevitzky. Quizá esto explica la fuerte influencia de la música americana (en particular Gershwin) y ese particular gusto por los grandes espacios sonoros y musicales: la variedad de las instrumentaciones, particularmente en el reparto importante de percusiones (maracas, tam-tam, vibrafono, etc.) y con dos solistas (un piano virtuoso y las ondas Martenot) hacen de la sinfonía un momento espectacular que conviene perfectamente a un concierto de clausura, así como a una orquesta procedente de América del Sur, con ritmos vibrantes, lo mismo que a un director sudamericano que apenas sobrepasa la treintena y que está ya al cargo de la Filarmónica de Los Ángeles. 

Mirando a las pasadas representaciones de West Side Story en Salzburgo, con idéntica orquesta y mismo director, se tiene la impresión de reencontrar un universo americano cuajado de amor e inspiración en torno a un espacio universal, de amplio aliento, semejante al que el mismo Messiaen describe más tarde en Des Canyons aux étoiles (1974). La calidad de Dudamel, gesto preciso, ritmo, dinámica, y su manera de comunicarse con “su” orquesta, a la que dirige ya hace tantos años, convirtieron este concierto en un momento increíble de comunión en la música, con una riqueza sonora de gran diversidad, de la India a las Américas pasando por el jazz, con momentos mucho más recogidos, como el “chant d´amour”, muy sentios. El modo de dirigir de Dudable se ha sosegado un tanto en los últimos años, si bien la precisión del gesto sigue siendo la misma. Dudamel transmite mucha seguridad a las orquestas con las que trabaja: habiendo dirigido a la Simón Bolivar desde que tenía 18 años, su gesto debía por fuerza ser lo más preciso posible, para obtener lo mejor de una orquesta formada con jóvenes salidos del famoso “Sistema” de José Antonio Abreu. La Orquesta Sinfónica Simón Bolivar se antoja muy virtuosa y esmerada, con instrumentistas notables (clarinete, fagot, trompas, percusiones), siempre entonados y ciertamente volcados en la partitura. 

Los extraños sonidos de las Ondas Martenot, el más antiguo de los instrumentos electrónicos, atraviesan toda la partitura: la “ondista” Cynthia Millar ejecuta su parte con gran energía, alternándose con el piano increíblemente virtuoso de Jean-Yves Thibaudet, uno de los dos pianista del mundo (con Pierre-Laurent Aimard) que domina a la perfección esta partitura casi imposible. Una partitura que Dudamel interpreta siempre con cierta retención, evitando con elegancia todo aquello que pudiera parecer kitsch o demasiado superficial: mantiene siempre bajo control la importante masa sonora sin gesticulaciones inútiles.

La que Messian recapitula aquí es una “Pasión según Tristán”, en diez “estaciones”, con momentos enérgicos (introducción, Turangalîla 1, final) y otros de gran apasionamiento (Joie du sang et des étoiles) que expresan una sed universal de conquistar el espacio, de la que la orquetsa en su conjunto es una metáfora; es la alegría del amor que se encuentra con la alegría de estar en el mundo. Esta “Joie du sang et des étoiles” es quizá uno de los momentos más emblemáticos de la velada, con sonidos claros, abiertos, diversos y con un rico juego entre los teclados, el piano, las ondas Martenot, la celesta y el Glockenspiel, que recuerda por instantes el cantar de los pájaros, tan queridos por Messiaen; el sistema de ecos entre los metales (trompas) y el piano y el vibrafono (Turangalîla 2) resulta prodigioso. La explosión de la alegría final, con fuertes contrastes y crescendi que involucran a toda la orquesta (casi “brucknerianos”) transmite un increíble dinamismo y cierra de hecho con tremendo entusiasmo y juventud el Festival de Lucerna 2016.

La noche anterior, Daniel Barenboim -por tercera vez sobre el podio de Lucerna en esta edición- había interpretado el concierto no. 26 de Mozart, de manera muy ágil, brillante, vivaz, y una Sexta de Bruckner formalmente perfecta aunque algo distante; la Staatskapelle de Berlín no parecía tener el entusiasmo de la West Eastern Divan Orchestra. En todo caso, el último fin de semana de este Festival de Lucerna ha sido imagen elocuente de una manifestación sumamente variada y de altísima calidad, con conciertos para todos los gustos, en un ambiente caluroso junto al encantador paisaje de la ciudad y el lago de Lucerna. El intendente Michael Haefliger ha ganado dos importantes apuestas este verano: la de traer a muchos y grandes directores de orquesta a podio del Festival, con gran éxito; y la de resolver la sucesión de Pierre Boulez al frente de la Lucerne Academy (ahora bajo la tutela de Wolfgang Rihm) y la sucesión de Claudio Abbado al frente de la Lucerne Festival Orchestra, ahora en manos de Riccardo Chailly. Sin embargo no ha ganado la apuesta de los sueños, esos que apuntaban a una “sala modulable”, un teatro capaz de transformarse en un espacio para el teatro musical experimental, donde dar forma al Festival de Lucerna, definitivamente, como un espacio donde se encuentren todas las formas de música que no sean necesariamente músicas de consumo. Por segunda ocasión, los responsables políticos de Lucerna han echado atrás el magnífico proyecto alegando razones económicas. Si bien Lucerna es una Meca de la música desde hace 78 años, parece que la inversión cultural, incluso en la rica Suiza, no está ya de moda en este mundo agitado, presa de incertidumbres y propicia a inversiones menos “humanistas”. Conviene mirar de nuevo a aquello que durante diez años fue para Lucerna un punto de referencia absoluto, como el propio Claudio Abbado decía: "La cultura permite distinguir entre el bien y el mal, juzgar a quien nos gobierna. La cultura es nuestra salvación”. Ahí está el camino verdadero.