Qué es la modernidad
17/08/2024. Palacio de Festivales, de Santander. Obras de Heitor Villa-Lobos, Edgar Varèsse y Richard Strauss. Orquesta Sinfónica del Estado de São Paulo. Dirección musical: Thierry Fischer.
En 1926 Alfonso XIII permitía la dictadura de Miguel Primo de Rivera y, sin querer, daba argumentos a los republicanos para que continuaran luchando por abolir la monarquía; en Alemania de la república de Weimar, Adolf Hitler se hacía con el poder del Partido Nacional Socialista Alemán aunque sus resultados electorales serán entonces bastante discretos; en la recién nacida Unión Soviética Leon Trotsky era expulsado del Politburó de Partido Comunista de la URSS. Todos estos hechos históricos y otros muchos que podríamos enumerar nos parecen antiguos para los que ya tenemos canas, no digamos para los jóvenes. Pues bien, en este mismo año un compositor de 32 años recién llegado a Estados Unidos pero francés de origen estrenaba una obra, Ameriques que, vivida la experiencia, se convierte en el centro de esta reseña. Ese joven, que había destruido prácticamente toda su obra anterior, ese valiente que terminó su vida allá por 1965 habiendo completado una producción musical que tiene una duración similar a la de Tristan und Isolde, se llamaba Edgar Varèse.
En el actual Festival Internacional de Santander la organización ha tenido a bien invitar a la Orquesta Sinfónica del Estado de São Paulo, en la única presencia en España dentro de su gira europea y esta agrupación nos ha propuesto un programa muy inteligente, atrevido e interesante, que rompe abruptamente con toda la inercia existente en la inmensa mayoría de las salas de conciertos de repetir ad nauseam las mismas y pocas obras de siempre. Analizando el mismo podemos deducir que la cuota autóctona se llenaba con el gran nombre de la música clásica brasileña, Heitor Villa-Lobos; la cuota de popularidad con la obra sinfónica de Richard Strauss; y la cuota de atrevimiento con la interpretación de la citada obra del francés. Pues bien, con el beneplácito del lector quiero centrarme en este último título.
Obra que no llega a los 25 minutos de duración, en un solo movimiento, para gran orquesta, requiere de una plantilla de ¡¡15!! solistas de percusión. La fotografía de los 122 músicos que apenas entraban en el escenario imponía pero nada comparable con lo impresión que nos produciría la interpretación de la obra de Varèse. El siglo XX ha hecho aportaciones claves en la historia de la música clásica y la relevancia de metales y percusión en el mundo sinfónico puede ser una de ellas. Todo esto Varèse lo lleva al extremo: los percusionistas tocaron más de treinta instrumentos distintos mientras la impresionante orquesta coadyuvaba a producir un magma de sonidos que nos dejaron sencillamente perplejo. En este sentido la labor de Thierry Fischer coordinando a todos los músicos solo puede definirse como de extraordinaria.
No puede ponerse ningún pero al nivel de los músicos individualmente y el de la agrupación en general aunque dada la complejidad de la música algún oyente que otro tenga sus dudas. El último minuto, en un crescendo en forte, llevando el sonido –el ruido organizado, citando al mismo compositor- hasta límites casi insoportables para el oído humano convencional fue de dejarte, literalmente, pegado al asiento. Y esto se estrenó en 1926, mientras ocurría lo mencionado al inicio del artículo. Para mí es muy sencillo: esto es modernidad, algo que cien años después te sigue dejando perplejo, te sigue sorprendiendo y debemos de aceptar que nuestros convencionales oídos son incapaces de digerir la obra. Una maravilla de interpretación, un momento musical que pasa a ser uno de los más relevantes y profundos que jamás he vivido en cuarenta años de melomanía.
Previamente la orquesta trazó el poema sinfónica Uirapuru, de Villa-Lobos, de forma brillante. La obra hace directa referencia a la naturaleza amazónica, a su fauna y su idiosincrasia. Referencias que nos trasladan al Stravinsky de La consagración de la primavera y un toque de cierto primitivismo y el ritmo propio de la zona, levantando una obra de interés y cuya escucha es harto infrecuente por estos lares. Tras un merecido descanso en el que todos comentábamos lo mismo, el impacto producido por la obra de Varése, llegó la obra “popular” del programa, Eine Alpensinfonie, op. 64, de Richard Strauss, obra que se mueve entre los conceptos de sinfonía clásica y poema sinfónico.
Fischer exigió al grupo describir con acierto las múltiples microescenas que completan la sinfonía. La orquesta consigue trasladarnos la jovialidad mientras se camina por el bosque, la serenidad de los animales en los pastos, el ímpetu de la tormenta y el necesario contraste tras el fin de la misma y, finalmente, el ocaso del día, la llegada de la noche y la calma en la vida de cualquiera de nosotros. Un mundo de contrastes sonoros que terminó en un piano digno de agradecimiento mientras llegaba el ocaso del día. Una gran versión, sí señor.
Esta reseña podría haber versado sobre la naturaleza, de presencia constante en las tres obras; podría haberse centrado en la espectacularidad del sonido, brillante unas veces, ampuloso otras, ya enigmático o atronador; podría haber subrayado la importancia de que agrupaciones sudamericanas visiten Europa y nos permitan disfrutar de una música, la de aquellas latitudes, que llega a cuantagotas por aquí. Pero quiso una obra mágica condicionarme la escritura del texto.
El único pero, que varias decenas de abonados al FIS, esclavos de sus prejuicios, decidieran no asistir al concierto. Ejercen su libertad, por supuesto, pero quisiera animarles a ejercer también su curiosidad musical. El recinto se completó en un 75% y la respuesta popular se movió entre la incredulidad y la satisfacción. Una velada maravillosa. Señoras y señores de São Paulo, muchas gracias por este regalo.
Fotos: © Pedro Puente / FIS