Encantado de conocerle, señor Terradellas
Madrid. 21/02/2025. Teatro Real. Domènec Terradellas: La Merope. Emöke Baráth (Merope), Francesca Pia Vitale (Epitide), Paul Antoine Bénos-Djian (Trasimede), Valerio Contaldo (Polifonte), Sumhae Im (Argia), Margherita María Sala (Licisco) y Thomas Hobbs (Anassandro). Akademie für Alte Musik Berlin. Dirección musical: Francesco Corti.
Siempre que re/aparece en nuestra vida de melómano una obra como la que nos ocupa a menudo me surge la misma cuestión: ¿cuál es la última razón por la que algunos compositores están presentes en nuestros teatros de forma habitual mientras de otros apenas sabemos nada? ¿Es solamente una cuestión de calidad o confluyen otros factores tan volátiles como la misma suerte? Dicho de otra manera, ¿por qué apenas hemos sabido nada de Domènec Terradellas en los últimos cuarenta años, por poner una simple referencia? Y por ende, ¿por qué no sabíamos nada de La Merope? El sector más curioso de la melomanía se apunta en la agenda este tipo de citas por ser casi oportunidades únicas mientras que los más acomodados ni siquiera se lo plantean bajo la lógica de que si no sabíamos nada, por algo sería.
Otra cuestión que nos puede sorprender es que una ópera desconocida de un compositor catalán ignoto sea interpretada en la capital del reino por un afamado grupo de Berlín. Dicho de otra manera, si los compatriotas del compositor, sea este quien sea, no se preocupan de expandir su obra, ¿por qué se preocupan de ella desde Alemania? ¿Es ello un aval de su intrínseca calidad?
Domènec Terradellas se sitúa en la fase final del Barroco, en la transición al clasicismo. Nacido solo tres años después de Giovanni Battista Pergolessi, Johan Sebastian Bach o Georg Friedrich Haendel ya eran señores de 28 años mientras Antonio Vivaldi ya llegaba a los 35 cuando Terradellas nació en Barcelona. De hecho, Terradellas solo nació unos años antes que el gran revolucionario de la ópera que fue Christoph Willibald Gluck. Quizás ello nos ayude a entender que su ópera La Merope, estrenada en 1743, miraba más en su estructura y estilo al pasado que al futuro inmediato y quizás, solo quizás, por todo ello el tiempo del compositor ya estaba conjugado en pasado.
Terminada esta presentación es urgente decir que, a pesar de todo, la única función en versión de concierto de este título ofrecida por el Teatro Real ha sido un enorme éxito en lo interpretativo. Ausente la escena y asumiendo que el aspecto dramático es para echarse a llorar, las dos columnas sobre las que se basó el éxito fueron un conjunto vocal extraordinario y una agrupación orquestal ejemplo magnífico de precisión, calidad y calidez. Vamos, pues, por partes.
Antes, unas líneas acerca del lado dramático, que ya ha quedado escrito que ha sido un disparate. Esta obra, cuyo libretista fue Apostolo Zeno, recoge todos los estereotipos del barroco: época mitológica, reina destronada, hijo ausente, muertos que no están muertos, madre que no conoce a su hijo, hijo que no conoce a su madre, tirano sanguinario –en este caso hay que decir que el libreto recarga al máximo la maldad de Polifonte, que llega a desear matar al mundo entero-, enamorado que no puede declararse y final feliz con justicia aplicada de forma adecuada.
Siete son los solistas de esta ópera y no hubo falla alguna. Sin embargo me parece de justicia subrayar la labor de Francesca Pia Vitale (Epitide, el hijo ausente), soprano de apabullante seguridad en la coloratura, con franja aguda segura y solvente y con un timbre hermoso, carnoso, muy adecuado para su rol. Sin duda, la voz más caudalosa de la noche y desarrollando un personaje que es el centro de toda la acción dramática. No le anduvo a la zaga la también soprano Emöke Baráth (Merope, reina y madre de Epitide), que tiene que transmitir la dignidad de la reina destronada, el dolor de la madre que cree haber perdido a su hijo y la entereza de quien afronta la muerte –que no llegará- ante el pérfido usurpador. Y toda esta amalgama de sentimientos los encarnó la húngara con acierto y solvencia.
El contratenor Paul Antoine Bénor-Djian (Trasimede, leal y silencioso enamorado de la reina) dio empaque con una voz densa y de oscuro color a un personaje clave en la trama mientras que el tenor italiano Valerio Contaldo tenía que asumir el papel de malo malísimo de la velada, con un texto en el que es difícil superar el número de imprecaciones, malos deseos y frases odiosas. Algo apurado en la coloratura, Contaldo supo, sin embargo, hacer frente a recitativos dramáticos de gran complejidad, dotando a su personaje de personalidad y credibilidad.
En el resto de papeles, Sumhae Im canto el papel de Argia (enamorada de Epitide y con un libreto imposible de aceptar) con la voz más pequeña y delicada de la noche, en un papel para soprano ligera de exigencia vocal en la parte superior y que fue mejorando sus prestaciones según avanzaba la noche; la contralto italiana Margherita María Sala (Licisco, el correveidile de la corte) supo estar a la altura en un papel sustancialmente más breve que los anteriores y de menor trascendencia mientras que el tenor británico Thomas Hobbs (Anassandro, traidor a la reina y que acabará arrepentido) pecó de voz algo blanquecina, escasa en volumen, esa voz tan típica de la escuela inglesa del canto barroco.
Todos los epítetos laudatorios puede emplearse a la hora de hablar de la Akademie für Alte Musik Berlín. Veintiséis componentes que transmiten una seguridad, adecuación y técnica ante las que solo cabe descubrirse. Al mando, Francesco Corti, viviendo con energía la música de un compositor al que, permítaseme la hipérbole, se nos estaba presentando. A destacar la labor del bajo continuo –clave, violoncelo y tiorba- y destacadas actuaciones de todas las secciones, subrayando al concertino, trompas y flautas.
El teatro presentaba muy buena entrada aunque en el descanso hubo una cierta desbandada; por ejemplo, en mi privilegiada fila pasamos de nueve a cuatro los espectadores presentes tras el descanso y algunos espectadores poco delicados no pudieron evitar molestar a todos saliendo en el transcurso de la segunda parte. Por cierto, inexplicable error entre el tiempo anunciado en la hoja de mano con respecto a la duración de la ópera, dos horas y media en el papel para una duración real que supero en cinco minutos las tres horas. ¿Tan difícil es atinar en este aspecto?
En definitiva, una suerte el poder vivir una obra que, intuyo, será difícil reencontrármela en mi caminar como aficionado a la ópera. Por ello, si algún día tienen oportunidad, no la dejen pasar.
Fotos: © A. Bofill | Gran Teatre del Liceu