El valor artístico de la exactitud

Pamplona. 23/12/2015. Auditorio Baluarte. Georg Friedrich Haendel: The Messiah: Mhairi Lawson (soprano), Tim Mead (alto), Stuart Jackson (tenor), George Humphreys (bajo), Gabrieli Consort and Players. Dirección musical: Paul McCreesh.

Al caer tras ciento cuarenta minutos de brillante interpretación el último acorde del Amen un público más que educado (los tres teléfonos móviles que sonaron, dos de ellos en la misma obertura solo constatan la lentitud de reflejos de algunos) prorrumpió en una ovación que salió de las mismas entrañas de cada uno de los espectadores. Y quien escribe esta reseña sintió, al mismo tiempo, placer y liberación personal: placer, porque era consciente de haber asistido a un concierto que le recordaba -¡cómo si hiciera falta!- el valor inmortal de la música; y liberación personal porque la exactitud mostrada por el coro durante las casi dos horas y media fue apabullante hasta producir cierta congoja.

Vivimos en tierra que ama y participa de masas corales, presumiendo, con cierta justicia, de poseer tanto larga tradición como cierta calidad. Luego uno escucha las veintitrés voces del Gabrielli Consort, observa los ataques con milimétrica seguridad ya en forte ya en piano de cada frase, la pronunciación medida de las consonantes finales de las palabras, la capacidad de matizar y desentrañar el texto para hacerlo comprensible por pronunciación y por intención,… y uno se queda tan prendado de la exactitud demostrada, hasta alzar esta característica a la categoría de arte como consciente de lo mucho y bueno que existe en esto del cantar juntos, especialmente dentro del mundo barroco.

Que The Messiah sea una obra puesta en moda por las fechas navideñas no deja de ser un curioso capricho, pues las semanas santa o de pascua también podrían ser proclives a ello. Cierto que el texto recorre  los momentos de adviento en su primera parte pero en la segunda nos narra la pasión y resurrección de Cristo, mientras que la tercera se centra en el juicio final. ¿No será que lo que necesitamos es una buena excusa para programar todos los años esta obra? Y dicho con sinceridad, ¿hace falta alguna excusa? ¿No es acaso este oratorio pieza fundamental de la Historia de la Música?

Paul McCreesh dirigió a sus grupos con viveza contagiosa. Cantó con ellos toda la obra, respiró con ellos, buscó la intención, corrigió pequeñas cuestiones con elegancia y mimó a sus solistas en busca de la máxima expresividad.  Entre estos últimos, todos ellos muy en consonancia con el estilo y las virtudes técnicas ya mostradas por coro y orquesta, destacó por su calidez la voz del contratenor Tim Mead, que nos regaló el momento excelso de la noche en la interpretación de He was dispased. La soprano Mhairi Lawson proyectó su voz con solvencia y volumen suficientes mientras que el tenor Stuart Jackson hubo de utilizar sus virtudes técnicas, que no son pocas, para suplir la falta de consistencia vocal para culminar una noche brillante. El único “pero”, escrito con minúsculas, fue la falta de rotundidad vocal de George Humphreys, más barítono que bajo y que en momentos como Why do the nations enseñó sus costuras en la franja grave.

La orquesta, y en especial el bajo continuo, hizo una labor excelsa mereciendo subrayarse la acertada labor de trompetas y percusionistas en sus esporádicas intervenciones.