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Hollywood, Broadway y una noche para la diversidad

Madrid. 28/01/2016. Auditorio Nacional. La Filarmónica. Temporada 15/16. Obras de Gershwin y Bernstein. Orquesta de Radio Colonia Wayne Marshall, dirección.

El encuentro con la orquesta sinfónica tiene aspectos de ritual sagrado. El propio entorno físico y la iluminación tienen estructura de templo, las obras más apreciadas pertenecen inevitablemente a un canon casi inmutable, son ejecutadas desde un espacio orquestal a modo de gran altar, y el público, en actitud contemplativa, escucha en silencio la verdad de los antiguos maestros, revelada por un sumo sacerdote en forma de director. A ser posible varón, blanco y centroeuropeo. Pero de vez en cuando hay programas y aproximaciones interpretativas que abandonan esa necesaria tradición y exploran otras vías que están pasando de rarezas a ser cada vez más habituales en las salas de conciertos. La última propuesta de La Filarmónica va precisamente en esta dirección. Nos han traído a Wayne Marshall y su Orquesta de Radio Colonia, especialista en música escénica, compañera ocasional del jazz y promotora de excentricidades deliciosas como la música de videojuegos en versión sinfónica y para todos los públicos. Han venido con un programa que combina el clasicismo con Hollywood, Broadway y el jazz a través de dos imprescindibles del siglo XX: Bernstein y Gershwin.

Rhapsody in Blue fue la primera gran pieza de la noche. Desde el célebre glissando y los compases iniciales a manos del primer clarinete de la orquesta, las premisas quedaron claras: excelencia técnica, una lectura libre y flexible de la partitura y el total abandono de modos solemnes –ni rastro de los frecuentes ritardandi glorificadores. Marshall dirigió con tan solo pequeñas indicaciones a su orquesta, se nota que son pareja de hecho y se encuentran en estado de buena complicidad. Mostró su faceta como pianista haciendo una lectura emocional e intencionadamente borrosa donde el ritmo, el carácter y unas convenientes dosis de descaro que destacaron a costa de la transparencia y el virtuosismo clásico.

Con Gershwin in Hollywood, la noche alcanzó su momento más popular, aunque esta vez sin tanta fortuna. Se trata de un conjunto de canciones de musicales, muchas de las cuales han llegado a entrar en la categoría de estándares de jazz y que ahora nos visitan en modo sinfónico. No les ayudó en esta ocasión la partitura, con una orquestación simple y sin atención a las posibilidades de los timbres orquestales. Unas melodías reconocibles que, aunque hinchadas, resultaron simpáticas; algo así como un popurrí de nada, a la espera de que llegara lo mejor de la noche. Con las Danzas sinfónicas de West Side Story alcanzamos ese momento. La pieza es un ballet y pide físico, movimiento y cuerpo; no tan solo escucharse, sino también observarse. La orquesta acompañó con chasquidos de dedos e incisos corales -“¡Mambo!” y sonrisas cómplices. Pero sobre todo, fue en esta pieza donde se mostró que no se trataba de un juego superficial. Wayne mantuvo con acierto las intensas y continuas tensiones armónicas, y mostró coherencia en los difíciles pasos desde los sones latinos hacia las profundidades, las texturas complejas y los ritmos rotos que por momentos recuerdan a Stravinsky, apoyado especialmente en una muy notable sección de viento. Esta misma línea de interpretación continuó con la Suite Candide, otra opereta, algo menos chocante compositivamente. Pero el momento que llevó al extremo el espíritu de la noche, fue en el primer bis con el que Marshall obsequió al público. Con agilidad, se encaramó a ese órgano reservado casi en exclusiva a las obras sagradas de Bach para interpretar un versión única y personalísima de I’ve Got Rythm. Extraña y fascinante combinación de la simpatía de un tema que siempre nos recordará a Gene Kelly en París, con la apabullante solemnidad del órgano a plena potencia y la destreza para las improvisaciones de un maestro del teclado.

Una noche para lo atípico, de la mano de un director negro, que nos recuerda que debemos exigir más diversidad en los podios, cuando menos en lo relativo a género y etnicidad, en una época en la que la demografía no justifica en absoluto las permanentes ausencias. En definitiva, una experiencia que dignifica un repertorio, por el que con frecuencia pareciera que hay que pedir disculpas, sin perder nada de su esencia. Y una noche que de algún modo sirvió para fusionar público y orquesta, tradición e innovación, pasado y presente, tomando lo mejor de cada parte.