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Quedan las voces 

Munich. 23/07/2024. Bayerische Staatsoper. Richard Wagner: Parsifal. Nina Stemme (Kundry), Clay Hilley (Parsifal), Gerald Finley (Amfortas), Tareq Nazmi (Gurnemanz), Jochen Schmeckenbecher (Klingsor), Bálint Szabó (Titurel) y otros. Orquesta y Coro de la Bayerische Staatsoper. Dirección escénica: Pierre Audi. Dirección musical: Adam Fischer. 

Cuando uno titula una reseña aludiendo a esa frase tan socorrida de que siempre nos quedarán las voces ya estamos apuntando al problema principal de la función: la propuesta escénica. Y en el caso de Parsifal, en la que en su trama conviven elementos religiosos, mitológicos e imaginarios fallar en dicha propuesta puede hipotecar el desarrollo de la función a poco que las voces no cumplan. Por suerte, en el caso que nos ocupa los cantantes estuvieron muy a la altura de las circunstancias y nos hicieron disfrutar, tal y como quedó de manifiesto en los saludos finales, oído e fervor del público. Y como suele ocurrir con lo que menos nos gusta, quitémonoslo de encima cuanto antes.

La propuesta de Pierre Audi, estrenada en 2018, es de una falta de imaginación alarmante tanto en lo dramático, como lo simbólico y en otros elementos esenciales, caso del vestuario e iluminación. En lo dramático, porque con la excepción de la aparición del coro masculino en el acto III para el funeral de Titurel, de cierto impacto visual, el resto de los movimientos son tan previsibles como faltos de energía. Hacer aparecer a Klingsor y Kundry por debajo del telón, por ejemplo o que los personajes den vueltas alrededor de la nada porque no pueden salir del escenario son recursos demasiado utilizados. En lo simbólico porque si en vez de lanza tenemos banderilla taurina y si decidimos que Amfortas se suicide para acabar con el sufrimiento nos estamos cargando toda la simbología cristiana de un plumazo. Por lo que a la iluminación (Urs Schönebaum) se refiere, el abuso de la oscuridad en el bosque sagrado del acto I –que más parecía un bosque post-apocalíptico- restó fuerza a la ceremonia de la segunda parte del mismo. 

En el caso del vestuario, responsabilidad de Florence von Gerkan, es punto y aparte. Los que hoy en día se siguen escandalizando por un cuerpo desnudo tienes dos problemas: escandalizarse y vivir fuera del siglo XXI. Pero que en vez de cuerpos desnudos vistamos al coro de monjes guerreros de cuerpos desnudos (sic) con micropenes y lorzas flotantes y a las muchachas flor como cabareteras también vestidas de mujeres desnudas (sic) con pechos enormes bamboleantes y minitangas es confundir el tocino con la velocidad y en el segundo caso no discernir qué es erotismo y qué chabacanería. ¡Ah! Y cuando entienda el disfraz de Klingsor, lo explico. En definitiva, una profunda decepción.

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Por suerte la Bayerische Staatsoper nos ofreció un elenco extraordinario que nos permitió concentrarnos en las voces. Nina Stemme no tiene la seguridad de antaño pero nadie podrá negar que es una artista como la copa de un pino. Sí, sus agudos del final del acto II fueron gritados y demasiado preparados pero su Kundry está cargada de credibilidad y, además, supo dotar a su personaje –en este caso, sí- del adecuado toque erótico en su proceso de seducción del incauto protagonista. Clay Hilley pasa por ser hoy el tenor de moda del mundo wagneriano y a poco que se cuide puede acabar siendo una figura muy relevante. Su primera nota parece desabrida pero inmediatamente Hilley despliega todo su potencial y nos ha terminado ofreciendo un Parsifal de primera. Tiene que quedar claro que ni por timbre ni por volumen estamos ante una voz dramática pero no cabe poner reproche alguno a su labor. Por citar sus dos momentos más entregados, su Amfortas, die Wunde! fue categórico y muy bien proyectado mientras que su Sei heil final fue dicho con una media voz de muy buen gusto. Al pobre Hilley, eso sí, le pusieron una armadura para aparecer en el acto III que estaba diseñada por su peor enemigo. 

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Reconozco que el nombre del kuwaití Tareq Nazmi me era absolutamente desconocido pero una vez escuchado ya me lo he apuntado. Hace muchos años que no escuchaba una voz de bajo tan rotunda, redonda y sin alteraciones de color como la de este señor y su Gurnemanz ha sido una agradabilísima sorpresa. En ningún momento hemos vivido punto alguno de decaimiento; todas sus narraciones han sido solventes, sus agudos potentes y firmes, sus graves sonoros. Toda una sorpresa que nos obliga a seguir la carrera de un cantante que, además, tiene una planta extraordinaria. En el momento de los aplausos finales fue ovacionado sin reserva alguna. El Amfortas de Gerald Finley bajo un milímetro el alto nivel vocal; hace pocos meses pudimos disfrutar en el Teatro Real, de Madrid su Hans Sachs y ya observábamos que el único pero posible era el carácter liviano de su voz si tenemos en cuenta la demanda del personaje. Con su Amfortas pasa algo parecido: está muy bien cantado –porque a Finley le sobra inteligencia para asumir este tipo de papeles- aunque sea legítimo pedirle a la voz algo más de cuerpo.

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Jochen Schmeckenbecher nos ofreció un Klingsor vocalmente aceptable a pesar de lo disparatado de su vestuario, con camiseta dos tallas inferior a la necesaria para dejar tripa y ombligo al aire y darle al personaje un aire de dibujo animado que no terminé de entender. Rotundo el Titurel de Bálint Szabó, que no saludó al final del acto. Extraordinarias las seis muchachas flor, a saber, Seonwoo Lee, Louise Foor, Natalie Lewis, Eirin Rognerud, Evgeniya Sotnikova y Valerie Eickoff así como los cinco cantantes que asumieron los pequeños papeles del acto I, es decir, Kevin Conners y Alexander Kopeczi como los caballeros del grial y los cuatro escuderos, la ya mencionada Seonwoo Lee, Emily Sierra, Jonas Hacker y Zachary Rioux

Ante los cuerpos estables solo cabe reconocer admiración. Muy bien el coro con momentos de gran emoción como la escena del funeral de Titurel y la final, expresada de forma contenida y en hilo de voz a telón traslúcido caído. Muy bien la orquesta, con una cuerda precisa y maleable, viento y metal de una precisión sorprendente y, finalmente, un timbalero para aplaudir. En ello, por supuesto, tuvo relevancia indudable la labor de Adam Fischer, último responsable del disfrute. Parsifal es una obra muy exigente por sus dimensiones y el mantenimiento constante de la tensión adecuada es tan difícil como necesario y en este sentido Fisher lo consiguió con creces. Diría que entre las persistentes ovaciones finales fue, junto al Gurnemanz, la persona más reconocida. 

Supongo que a nadie se le escapa que vivir Wagner en la ópera de Munich siempre tiene un punto especial. Me sorprendieron algunos detalles: por ejemplo, que en todo el acto I no oí una sola tos y ningún teléfono -¡albricias!- en toda la función. O que al terminar el mismo primer acto los aplausos fueron poquísimos y muy breves, como queriendo mantener esa tradición, no sé si fundamentada o no en la voluntad del compositor, de respetar la sacralidad del momento y no desvirtuarlo con ovaciones mundanas. En definitiva, una experiencia musical que se sustentó en el valor de las voces.

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Fotos: © Wilfried Hösl