© Geoffroy Schied

Los distintos rostros del tiempo

Múnich, 29 de marzo de 2025. Bayerische Staatsoper. R. Strauss: Der Rosenkavalier. Jacqueline Wagner (Die Feldmarschallin), Brindley Sherratt (Der Baron Ochs), Samantha Hankey (Octavian), Jochen Schmeckenbecher (Herr von Faninal), Liv Redpath (Sophie), Daniela Köhler (Marianne), Gerhard Siegel (Valzacchi), Claudia Mahnke (Annina), Martin Snell (Ein Polizeikommissar), Kevin Conners (Der Haushofmeister), Galeano Salas (Ein Sänger). Vladimir Jurowski, dirección musical. Barrie Kosky, dirección de escena.

Tres distintos relojes, con sus sonidos característicos, abren cada uno de los tres actos de la producción de Der Rosenkavalier concebida por Barrie Kosky. Un reloj de pared preside el escenario antes de que se alce por primera vez el telón para descubrir la alcoba de la Feldmarschallin y su amante. Una alcoba íntegramente plateada, como lo será todo el palacio que descubriremos a través de un inteligente y humorístico juego de paneles móviles. Ese tono plateado dominante nos traslada al mundo de los recuerdos, a un pasado idealizado que culmina con la emotiva reflexión sobre el paso del tiempo de una protagonista que, al final del acto, se balanceará, en una imagen de gran calado poético, sobre el péndulo del reloj de pared.

El segundo acto ser abre con la alarma que despierta a la joven Sophie el día de su compromiso matrimonial. El espacio de esta casa burguesa, repleta de pinturas que aporten rancio abolengo, nada tiene que ver con el primero excepto por la aparición, tan estrambótica que el público ovacionó sin reservas, de la carroza plateada y recargada hasta lo inenarrable, símbolo de la irrupción de un mundo de otro tiempo en la actualidad. La gran pantomima que es el tercero, situada en un pequeño teatro en el que se exponen las vergüenzas de ese Pantaleón a la vienesa que es Ochs, arranca con el canto de un reloj de cuco. A partir de ahí el ritmo será endiablado y el tiempo no dejará de acelerarse hasta ralentizarse en el terceto final y detenerse en el dúo entre los jóvenes amantes mientras estos abandonan el escenario volando. Solo el amor puede detener el tiempo y aspirar a la eternidad.

Este, en muy resumidas cuentas, es el planteamiento dramatúrgico del director australiano que tiene la virtud, en la mayoría de sus producciones, de plasmar adecuadamente sus ideas en la dinámica teatral. Este Der Rosenkavalier tiene lo que debe tener. Momentos de comedia, sentimentales, grotescos, extáticos, reflexivos, conmovedores e incluso trascendentales. Todo ello gracias a una maquinaria escénica engrasada al milímetro, soluciones visuales brillantes y una excelente dirección de actores. En definitiva, esta propuesta escénica, estrenada en tiempo de pandemia, puede considerarse un clásico instantáneo, digan heredera de la mítica firmada por Otto Schenk para la Bayerische Staatsoper.

Cuando esta producción se estrenó, debido a las limitaciones del momento, Vladimir Jurowsky optó por la reducción orquestal de Eberhard Kloke para treinta y ocho instrumentos, versión que se retransmitió en ese momento vía streaming. Ahora, el titular de la Bayerische Staatsoper ha dispuesto de todo el arsenal de una orquesta que conoce la partitura al dedillo y que se identifica, quizás como ninguna otra en el mundo, con esta ópera. No es sorprendente, por tanto, que directores como Carlos Kleiber en su momento o Kiryll Petrenko más recientemente, hayan dejado versiones legendarias difícilmente superables. Lo mejor que se puede decir de Vladimir Jurowsky, y no es poco, es que puede medirse con absoluta dignidad con sus insignes predecesores. La riqueza del sonido que extrajo de la orquesta desde el mismo preludio fue apabullante, pero aún más sorprendente fue la precisión, en todo momento, en la concertación entre foso y escena, algo muy complicado en este título tan conversacional en muchos pasajes. Probablemente esa fue la clave para mantener la tensión durante las casi cuatro horas de música que tuvieron, en las escenas clave, innegables puntos álgidos. La sutileza del acompañamiento en el monólogo del primer acto, el brillo plateado de la presentación de la rosa o la gran escena final adquirieron la estatura musical y emotiva de las grandes representaciones operísticas.

El trío femenino protagonista en esta función estuvo compuesto íntegramente por cantantes norteamericanas. Jacquelyn Wagner interpretó a la Feldmarschallin y fue la más discreta de las tres. Se trata de una cantante elegante tanto en lo musical como en lo escénico, pero un tanto faltada de carisma y personalidad, algo imprescindible para descollar en este legendario papel. Tampoco le acompaña un instrumento al que le falta cuerpo, proyección y variedad de colores y que, en números como el terceto final, se confundía con el de Sophie. Pese a todas esas limitaciones, al final de la función uno no puede bajar su calificación del correcto, pero siempre a una enorme distancia de ilustres predecesoras que han dejado huella imborrable en ese mismo escenario.

La triunfadora de la velada fue Samantha Hankey que encarnó un Octavian de libro en todos los ámbitos. Creíble en lo escénico e impecable en lo vocal, se convirtió en el motor necesario para ensamblar todas las piezas. Si bien su instrumento no posee mucha pulpa, se proyecta con gran facilidad para mostrar una línea de canto variada, elegante y plena de intención. Y, si Samantha Hankey fue la gran triunfadora, no cabe duda de que la soprano Liv Redpath fue una auténtica revelación firmando una Sophie que rayó el ideal. Su bello timbre de lírico ligera, tornasolado y penetrante, encajó perfectamente con una actuación escénica vivaz, matizada y, en definitiva, encantadora. Una cantante muy interesante a la que se le augura un futuro más que interesante.

Completó el cuarteto protagonista otro angloparlante, el británico Brindley Sherratt que interpretó a un Barón Ochs muy alejado del prototipo cavernoso de un Kurt Moll o Aage Haugland. Por el contrario, Sherratt parece más un bass baryton con graves muy solventes, lo cual tiene sus virtudes y sus defectos. Por un lado, se pierde ese contraste tímbrico de carácter humorístico con las tres féminas, pero por otro -y en este aspecto sus características encajan a la perfección con la lectura de Jurowsky- su Sprechgesang es más ágil y preciso. Menos caricaturizado de lo habitual, el Ochs de Sherratt funcionó a las mil maravillas en lo teatral, otorgando un especial patetismo en algunos pasajes que convirtieron su actuación en pieza clave del éxito general. Del extensísimo y notable resto del reparto, cabe destacar especialmente a Jochen Schmeckenbecher (Herr von Faninal), Gerhard Siegel (Valzacchi) y Galeano Salas, que fue un estupendo Ein Sänger.

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Fotos: © Geoffroy Schied