Más vivo que nunca
Roma. Opera di Roma. Allan Clayton (Grimes). Simon Keenlyside (Balstrode). Sophie Bevan (Ellen) y otros. Deborah Warner, dirección de escena. Michele Mariotti, dirección musical.
Como indica Enrico Girardi en el magnífico programa de mano elaborado por el Teatro dell’Opera di Roma para las representaciones de Peter Grimes, no deja de sorprender que esta ópera extraordinaria hace apenas tres décadas que se consolidó en el panorama operístico internacional. En las Islas Británicas, desde su estreno en 1945, ha constituido una obra troncal del repertorio y es considerada como símbolo del (re)nacimiento de la ópera inglesa, pero su reconocimiento en el continente fue tardío y no exento de recelos por parte de la inteligencia musical. La fiebre vanguardista de posguerra, que no quiso ver en la ópera más que una forma burguesa y decadente, siempre contempló con condescendencia la propuesta de Benjamin Britten. Por un lado, por la libertad de un estilo musical no enmarcado en ningún movimiento o tendencia que fue tachado de inocuo y conservador y por otro por la vinculación de sus óperas, desde un punto de vista dramatúrgico, con el melodrama romántico.
El tiempo acostumbra a poner las cosas en su lugar y, mientras aquellos experimentos pseudo operísticos de los Berio, Nono o Stockhausen ocupan hoy más espacio en los libros de historia que en los teatros, las óperas de Britten o de outsiders como H. W. Henze, parecen hoy más vivas que nunca. Especialmente Peter Grimes, una obra maestra que, como los grandes clásicos, combina trascendencia histórica con temáticas que hoy resultan de rabiosa actualidad. Trascendencia porque, con su estreno justo al final de la Segunda Guerra Mundial, Peter Grimes mantuvo viva la llama de un género desnortado que parecía perecer con la desaparición de Puccini o Strauss. Si en las últimas décadas la creación operística vive un cierto repunte y se representan con éxito óperas de Thomas Adès o George Benjamin es, sin duda, gracias a Benjamin Britten y en gran parte a su emblemática Peter Grimes. Concebida muy libremente a partir de un poema de George Crabbe, en Peter Grimes el compositor vierte elementos temáticos especialmente sensibles tanto para él como para su pareja y colaborador, Peter Pears. El conflicto entre el outsider y una sociedad intolerante con todo lo ajeno, el aislamiento de aquel que no se ciñe a normas casi atávicas, reaparece posteriormente en Billy Budd y tiene que ver no solo con la homosexualidad del compositor, también con la hostilidad con que fueron recibidos en Inglaterra en 1942 tras su exilio americano al empezar la contienda mundial.
En esta extraordinaria producción, que ya se pudo ver en el Teatro Real de Madrid, Deborah Warner disecciona esa diferencia, hostilidad y aislamiento a través de la creación de un ecosistema teatral vívido, brutalmente realista, pero que respira dejando espacio a la excursión poética. Todos y cada uno de los personajes que pueblan este pueblo pescador (The Borough, que es precisamente el nombre del poema de Crabbe) están definidos con tal precisión por la directora inglesa que uno podría decir que están vivos. Desde el fanático metodista (un veterano John Graham Hall) o la viuda adicta al láudano (magnífica encarnación de Clare Presland), hasta la ambigua tabernera (una carismática Catherine Wyn-Rogers) y sus no tan ambiguas sobrinitas (Jennifer France y la madrileña Natalia Labourdette, tan dinámicas en lo teatral como impecables en lo musical). Pero, más allá de la formidable recreación de esta comunidad reconocible y palpitante, la propuesta de Warner sobresale en la disección y plasmación de la violencia, el comportamiento irracional de las masas cuando están guiadas por el odio y la manipulación. Es ahí donde la producción de Warner y la ópera de Britten adquieren, especialmente ahora, una vigencia reveladora.
El epicentro del drama, el desencadenante de la tragedia es el complejo y ambiguo personaje de Peter Grimes, una creación genial de Benjamin Britten. Rudo, solitario, violento y por momentos tierno, psicológicamente inestable, Grimes es a la vez víctima y verdugo. Britten y Pears, que colaboró en la elaboración del libreto y estrenó la obra, no toman partido de manera deliberada y dejan esa labor al espectador. Muestra de esa voluntad fue la eliminación, durante el proceso de creación, de unas frases que podrían insinuar tendencias pedófilas en Grimes. Todo ello confluye en un personaje torturado que, en el plano vocal, exige lirismo y dramatismo exacerbado a partes iguales. A estas alturas no queda duda de que Allan Clayton es el Grimes del momento y que su creación del personaje, en lo vocal y en lo escénico, se puede medir sin complejos con los grandes intérpretes del rol. Posee el fraseo incisivo de Pears, la brutalidad de Vickers, la sutileza de Langridge y el heroísmo de Heppner. En definitiva, un Grimes para la historia.
Simon Keenlyside fue un Balstrode de lujo, sobrado en lo vocal y con el excelente desempeño escénico habitual en él. Más limitada la Ellen Orford de la soprano Sophie Bevan, de refinado fraseo en la franja central, pero con problemas en la aguda, probablemente debido a su avanzado estado de gestación. Impecable, de gran presencia escénica el Ned Keene de Jacques Imbrailo, así como Clive Bayley como Swallow y a buen nivel el resto del reparto.
El apartado musical estuvo liderado desde el foso por Michele Mariotti, titular del teatro que dirigía por primera vez esta ópera. Esa bisoñez se percibió en la prudencia con que abordó los tempi de algunos pasajes, especialmente los de máxima dificultad en la concertación, pero en líneas generales su dirección fue sólida e in crescendo, luciéndose en los famosos interludios, consiguiendo una notable respuesta de la orquesta y reconduciendo a un coro que, en el Prólogo, se había mostrado algo dubitativo.
Fotos: © Fabrizio Sansoni