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La casa de papel

Madrid. 29/01/2025. Auditorio Nacional. Obras de Purcell, Britten, Dowland y Schumann. Royal Concertgebouw Orchestra. Klaus Mäkelä, director.  

Pues si, Klaus Mäkelä ha llegado por fin a Madrid, y la impresión dejada no puede ser más prometedora. Lo primero que impresiona es la sensación de ‘peso’ que transmite en sus más bien separados pies, fruto de la relajación y seguridad que constantemente emana. Con el torso frecuentemente echado hacia adelante, su permanente escucha le hace estar ‘poseído’ por lo que suena y reaccionar con una presteza insólita. En su concierto no está todo preestablecido, es un acto vivo y en constante cambio y evolución. Esa separación de piernas tan empoderada, en una centésima de segundo se puede modificar y mover como un rayo hacia adelante, o en costado, o simplemente en forma de zapatazo: da igual, la reacción siempre es natural a lo que se escucha, a lo que él escucha. Es todo orgánico, efectivo y, aunque no lo parezca, nada de cara a la galería. Por eso no importa si es o no ‘elegante’ o ‘vistoso’…. o cualquier calificativo que se le quiera poner a sus movimientos, que más da, Mäkelä es verdad, y eso es oro.

Y oro, y de los más altos quilates, es que su concepción de la música tenga unas raíces profundamente naturales, de una enorme musicalidad. Todo fluye, mana, como el agua limpia de un arroyo; sin retenciones afectadas, sin personalismos por encima de la sustancia de la música y que solo son pegotes de ego. La música en sus manos nunca ‘cae’, palpita, siempre tiene continuidad sinfónica; y brilla por sí sola con la limpieza y la verdad de su esencia, pero con sus relieves, sus contrastes, sus colores… Oro macizo. 

El programa del concierto se confeccionó de una manera bastante insólita y, por lo escuchado, muy efectiva: las dos grandes obras del concierto Iban precedidas de dos breves ‘tapas’ que maridaban de forma perfecta con los sustanciosos platos principales. De esta forma se empezó con la marcha de la Música para el funeral de la Reina María de Henry Purcell tocada por dos trombones, dos trompetas y percusión que enlazó directamente con el Concierto para violín de Benjamin Britten. El ominoso clima creado por Purcell, preparaba de forma perfecta la entrada de timbal y platillo con el pesante e hipnótico motivo donde dos semicorcheas que se abren a distancia de cuarta, se cuadran de forma simétrica con una corchea antes y después, y que inicia el maravilloso concierto de Britten.

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Y enseguida pudimos disfrutar de otro lingote del más puro oro: la violinista Janine Jansen. Y es que pocas, muy pocas solistas, tienen la intensidad de la holandesa. Siempre que la escucho acabo pensando que cualquier solista que se suba al escenario tendría que comportarse así, no puedo evitarlo; ese dejarse el alma de esa forma tan tremenda, debería ser la norma. Porque Jansen se vacía y lo da absolutamente todo, no se deja nada. Con un sonido enorme, que arriesga al máximo, aunque conlleve algún episódico roce de tanto acercar su arco al puente para sacar más y más y más intensidad. Es una maravilla. Viene además al pelo para el concierto de Britten, antojándose por ello la solista perfecta. Técnicamente arrolladora, Jansen domina todos los registros de un concierto largo, muy difícil (dobles armónicos incluidos) y que no le da tregua. Pero es que musicalmente es completísima y absolutamente apasionante, y, después de un fabuloso primer movimiento y un arrollador segundo (qué tanto recuerda al primero de Prokofiev años antes de haberse compuesto), siempre guardaré en la memoria la coda final de su conclusivo tercer movimiento, donde Jansen sacó petróleo (u oro) de la constante dicotomía modal mayor/menor, y donde pasó, en un lento ascender de notas tenidas, desde la oración al grito, por todas las más variadas estancias, y, prácticamente, sin variar de motivo. Ese momento, les juro, permanecerá, imborrable en mi memoria. 

Makela la siguió rítmicamente ajustadísimo, y enseñó otra tremenda cualidad: su extraordinaria paciencia y sabiduría para progresar, como demostró en el largo último tutti orquestal del segundo movimiento, donde supo culminar en un intensísimo final todo el lento y gradualcrescendo, sabiendo esperar y esperar, para agitar solo en los momentos precisos. Y que decir de la Orquesta del Concertgebouw…su sonoridad es oro por su belleza de armónicos, su respuesta siempre mullida, sin tensión, pero abigarradísima de color; y todo ello siempre al servicio de la solista, siempre. Es impresionante escuchar como sus músicos se funden timbricamente con la violinista haga lo que haga incluso en los momentos más inesperados como si fuese una aleación de distintos y preciados metales. A este respecto solo pondré el ejemplo del momento en el que el piccolo continuó sumándose a los agudos del violín consiguiendo literalmente clonarlos. Una maravilla.

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La segunda parte comenzó uniendo un arreglo del Lachrimae Antiquae de John Downland tocado por cinco instrumentistas de cuerda, con el inicio de la Sinfonía no. 2 de Robert Schumann y donde Makela volvió a demostrar su tremendo arte en las progresiones haciendo salir en los momentos precisos las voces internas de todo el tejido, y diluyendo en toda la introducción las imaginarias líneas de compás con su estupenda dirección del discurso. La orquesta tardó algo en calentar mostrando minucias no perfectas que, en la claridad de la textura schumaniana,  se pudieron observar. Mínimas motas que pronto desaparecieron. Buen pulso interno en el Allegro, y estupenda transición en el stringendo que precede al segundo tema, donde se marcó con propiedad el característico motivo a contratiempo. Cortos y resonantes acordes para terminar.

El segundo movimiento, que comienza a modo de moto perpetuo donde los violines primeros sufren con su pasaje piedra de toque para entrar en cualquier orquesta, se desarrolló con su adecuada organicidad. Las idas y venidas del dibujo se escuchaban con lógica, y las ocasionales intervenciones de otros grupos se remarcaban cuando debían a pesar de, en algún momento, propiciar un punto de ‘engorde’ en la filigrana casi comprometiendo el engarce final. Estupenda coda, desatada y plena de pulso y vitalidad. 

En el tercer movimiento se produjo el cenit, con Makela fraseando otra vez largo y pleno de continuidad sinfónica, y variando las repeticiones del tema en dinámicas y agógicas de forma sutil y como siempre orgánica. El oboe, como antes en Britten, demostró tener el sonido mas bonito del mundo, y, el clarinete, subyugó en su intervención y su diminuendo. Los arcos largos de los violines maravillaron en su progresión, y en la música siempre había latido. Perfecto el fugado, con la cuerda creando polvo de notas con la extrema punta del arco. Clarísimo todo el flujo de semicorcheas con las que comienza el cuarto movimiento, oyéndose con transparencia e infalibilidad, y desarrollándose posteriormente en todo su acontecer, con todos sus pesos y contrapesos admirablemente expuestos. 

El concierto no acabó aquí, y Makela y orquesta nos regalaron un entreacto de Rosamunda de Schubert difícil de olvidar. Imposible escucharlo con más ternura. Hasta el acompañamiento repetitivo de los segundos violines emocionaba en su infinita delicadeza. La flauta coloreaba sutil la melodía de los violines, y el clarinete y oboe volvían a hacer maravillas en la sección central. Era escuchar como suena el afecto, el mimo, la terneza…

Señores, oro por todos lados, eso parecía el Banco de España. Makela, Jansen, Orquesta del Concertgebouw… Y nosotros, como en la famosa serie española, consiguiendo ese botín, sentados simplemente en una butaca. Y es que la música, y ustedes lo saben, sí da la felicidad, ¡vaya!

Fotos: © Rafa Martín | Ibermúsica