Un héroe fake

Barcelona. 17/03/2025. Gran Teatre del Liceu. Wagner: Lohengrin. Klaus Florian Vogt (Lohengrin). Elisabeth Teige (Elsa). Miina-Liisa Värelä (Ortrud). Olafur Sigurdarson (Telramund). Günther Groissböck (Henrich). Roman Trekel (Heraldo). Josep Pons, dirección musical. Katharina Wagner, dirección de escena.

Hace ahora cinco años, en marzo de 2020, la pandemia del covid-19 impidió el estreno de la nueva producción de Lohengrin firmada por Katharina Wagner y que anoche se pudo ver por fin en el Gran Teatre del Liceu. En su segunda aproximación a este título -la primera vio la luz dos décadas atrás-, la bisnieta de Richard Wagner apuesta por dar la vuelta al idealizado retrato del protagonista de esta ópera. El cisne blanco se vuelve aquí negro y sospechoso.  

Lo cierto es que Lohengrin guarda demasiados secretos -quién es, de dónde viene- como para ser digno de nuestra confianza. El héroe, el caballero salvador que acude para defender a Elsa, se torna aquí en villano, hasta tal punto que le vemos asesinar a Gottfried durante el preludio. Y ciertamente hay motivos para suscribir esta mirada sobre el libreto, que dista mucho de ser una ocurrencia superficial por parte de Katharina Wagner, en quien se advierte un trabajo meditado y concienzudo sobre la obra.
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Katharina Wagner ambienta su lectura en un mundo en decadencia, con escenografía de Marc Löhrer, vestuario de Thomas Kaiser e iluminación de Peter Younes. El eje propuesto por la bisnieta del compositor trastoca la mirada general sobre los hechos y afecta también a otros protagonistas de la obra, como la propia Ortrud, siempre tachada de viperina y malévola, con un halo calculador y que aquí sin embargo resalta con un aire de justiciera.
 
Ahora bien, el papel lo aguanta todo y lo que suena plausible en estas líneas no lo fue tanto después sobre las tablas del Liceu. Sonoramente abucheada por el público del estreno, la propuesta de Katharina Wagner propone un desenlace realmente caótico. A la salida muchos espectadores se preguntaban qué demonios era entonces el cisne negro, dónde estaba Gottfried -qué horror, por cierto, ese maniquí que Ortrud arroja a los pies de Elsa- y, en fin, si Lohengrin era o no tan malvado como se daba a entender.

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En la dirección musical de Josep Pons hubo también luces y sombras. Su trabajo adoleció de una falta general de tensión; el fraseo fue cuadriculado en demasía y eso redundó en un entendimiento escaso entre el foso y la escena. Dio la impresión de que Pons y su orquesta disponían un telón de fondo sobre el que las voces se lanzaban a su suerte. No hubo pues narratividad genuina desde los atriles. 

La función tuvo, como digo, sus altibajos, quedando el primer acto como lo menos afortunado y el segundo como lo más convincente. La orquesta titular del teatro fue asentando su desempeño conforme avanzaba la función pero no estuvo tan inspirada como en recientes ocasiones, con unas maderas irregulares, un metal poco expresivo y una cuerda algo dubitativa. A buen seguro todo irá a mejor conforme avancen las representaciones.

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Vocalmente hubo dos solistas a un nivel claramente destacado. Por un lado el protagonista, el tenor alemán Klaus Florian Vogt, quien no por casualidad lleva ya varias décadas paseando su Lohengrin por los principales escenarios internacionales. El timbre es singular, qué duda cabe, con un color que sin embargo cuadra muy bien con el carácter de este rol. Vogt resuelve la parte con admirable aplomo vocal, segurísimo y fraseando con gusto, bordando su esperada intervención en ‘In fernem Land’.  

La otra voz destacada de la noche fue la de la finlandesa Miina-Liisa Värelä, a quien ya se había escuchado en el Liceu como Ariadne en 2021, entonces sin pena ni gloria. Ya en 2023 me dejó buenas impresiones su Tintorera en La mujer sin sombra, en Baden-Baden y esta Ortrud no ha hecho sino confirmar su proyección. Con una sonora voz de soprano dramática -no en vano ha sido anunciada como la próxima Brünhilde en Múnich- puso toda la carne en el asador, con unas imprecaciones de mucho poderío vocal. 

Es inexplicable, por cierto, por más argumentos que se pongan sobre la mesa, que esta cantante vaya a protagonizar únicamente la función del estreno, la que nos ocupa en estas líneas, siendo encomendadas las siguientes representaciones a Iréne Theorin, con quien Katharina Wagner mantiene un desencuentro por un incidente en Bayreuth. No es comprensible que el Liceu no haya encontrado una solución más lógica a este entuerto, ofreciendo un compromiso alternativo a Theorin y dejando a Miina-Liisa Värelä como Ortrud para todas las funciones. Alguien se ha obstinado más de la cuenta en todo esto.

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Sea como fuere, a partir de aquí el panorama vocal dejó un tanto que desear. La soprano Elisabeth Teige dio vida a una Elsa de escasísimo magnetismo escénico, por lo general distante en el plano emotivo y con una vocalidad que tardó en caldearse y encontrar el tono. Hay en su emisión una mezcla de extraña de sonidos, algunos se quedan atrás, otros suenan reforzados con un vibrato excesivo… No fue desde luego una Elsa fascinante.

El Telramund de Olafur Sigurdarson se resarció un tanto en el segundo acto, precisamente donde se le esperaba, pero el timbre no es precisamente atractivo y su desempeño escénico fue un tanto esforzado. Algo parecido cabe decir del Heraldo de Roman Trekel, de timbre ya muy gastado y de emisión dificultosa, por más que maneje con soltura el estilo y conozca sobradamente el repertorio. Sobreactuado en escena y vocalmente al límite en muchas ocasiones, el bajo Günther Groissböck firmó un Henrich contundente pero de emisión rebuscada.

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Igualmente el Coro del Liceu ha tenido mejores días, aquí con intervenciones poco empastadas, de proyección mejorable y lastrado, las más de las veces, por una ubicación escénica poco propicia para su desempeño vocal y su coordinación con el foso. El trabajo escénico, tanto con su acting como con sus movimientos y disposición espacial, dejó mucho que desear, pero no por demérito suyo sino por una torpeza general al respecto, por parte de la dirección de escena. Este mismo coro estuvo a un nivel infinitamente mejor hace unas semanas, en el Requiem que proponía Castellucci.

El Liceu es un teatro con una señera tradición wagneriana y tenía mucho sentido apostar por esta nueva producción de Lohengrin firmada por la bisnieta del compositor. Y tiene mucho mérito haber podido reprogramar el título cinco años después de que la pandemia impidiera su estreno. Pero el resultado general ha quedado lejos de convencer, en todos sus frentes. 

Fotos: © David Ruano | Gran Teatre del Liceu