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El pasado en el presente

BSalzburgo. 12/04/2025. Festival de Pascua. Grosses Fetspielhaus. Mussorgsky. Khovanshchina. Nadezhda Karyazina (Marfa), Vitalij Kowaljow (Ivan Khovansky), Ain Anger (Dosifei), Thomas Atkins (Andrei Khovansky), Daniel Okulitch /Shaklovity), Matthew White (Príncipe Golistyn) Coro de la Filarmónica Eslovaca. Coro Bach de Salzburgo. Orquesta Sinfónica de la Radio Finlandesa. Simon McBurney, dirección de escena. Esa-Pekka Salonen, dirección musical.

“El pasado en el presente, esa es mi tarea”

Modest Mussorgsky, 1872

Esta frase del compositor de la obra se proyectaba segundos antes del comienzo de la representación de Khovanshchina en el precioso telón/cortafuegos metálico de la Grosses Festspielhaus de  Salzburgo, ópera que abre el Festival de Pascua de la ciudad austriaca. Y efectivamente, el mensaje de la frase es lo que plasma Mussorgsky al crear este gran fresco de la historia rusa y lo que ha impulsado la esencia y mensaje de esta producción. Pero expliquemos un poco la génesis de la obra y los acontecimientos que nos narra.  

La base histórica de la  ópera Khovanshchina fueron los acontecimientos que tuvieron lugar en Rusia después de 1682, cuando, tras la muerte del joven zar Feodor III, la lucha por sucesión llevó a diferentes alianzas en las que tomaron parte esencialmente los streltsy, el cuerpo militar del embrionario ejército ruso, y varios nobles o boyardos que intentaron tomar el poder aprovechando la juventud de los herederos al trono. El más importante fue el levantamiento del príncipe Iván Khovansky (por eso a esta sublevación se la conoce como la “Khovanshchina”), pero también aparecen involucrados en estos movimientos otros boyardos como Vasiliy Golitsyn o la hermana del zar, Sofía. Modest Mussorgsky elabora con todos estos elementos su ópera, que trata principalmente de la oposición a la ascensión de Pedro I el Grande por parte del príncipe Iván Khovansky y su hijo. Desde un punto de vista más filosófico, aborda la transición de Rusia hacia un estado moderno en la línea de los modelos europeos occidentales.

El progreso puede ser inevitable, pero tiene un precio, y Mussorgsky sintió claramente que se perdía mucho a la vez que se ganaba. Los héroes, si es que los hay, no son los conspiradores políticos ni el zar Pedro fuera de escena –la censura zarista prohibía la representación dramática de cualquier miembro de la familia imperial–, sino el sacerdote Dosifei y sus Viejos Creyentes, un grupo culto de cismáticos que equiparaba a Pedro con el Anticristo y se suicidaban antes de tolerar el ascenso del poder imperial. En este contexto se introduce un elemento ajeno, no histórico: el triángulo amoroso entre Marfa, ortodoxa fiel, Adrei Kovanski (el hijo del principal conspirador) y Emma, una joven luterana. La elaboración de la ópera lo ocupó aproximadamente desde junio de 1872, trabajando en ella intermitentemente hasta su muerte prematura en 1881, a causa de los efectos de su alcoholismo crónico.

En ese momento, Khovanshchina no estaba terminada en varias secciones y se encontraba casi totalmente sin orquestar. Rimsky-Korsakov, amigo del compositor, intervino y completó el trabajo. Su versión fue publicada en 1883 y fue interpretada por primera vez por un grupo de aficionados en San Petersburgo en 1886. Esta se convirtió en la versión estándar de la extensa ópera, aunque Ravel y Stravinsky crearon una variante del final para el famoso empresario Sergei Diaghilev en 1913 para su estreno en París. En 1931 se publicó una partitura vocal basada en los manuscritos originales de Mussorgsky. A partir de aquí, Shostakovich reorquestó toda la ópera en 1958 con miras a un proyecto cinematográfico. Esta es la versión que se representa en la actualidad, completada en muchas ocasiones con el final de Stravinsky.

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Las funciones de Salzburgo presentan una variación (estrenada el año pasado en concierto en el Festival de Helsinki) de la ópera en la que el final intenta “mantenerse lo más fiel posible a los bocetos manuscritos sobrevivientes de Mussorgsky antes de hacer la transición al final de Stravinsky de principios del siglo XX”. El trabajo en estos bocetos fue dirigido por el especialista en Rusia y compositor Gerard McBurney (hermano y colaborador del director de escena Simon McBurney) quien prestó particular atención a una única pero extremadamente reveladora página escrita a mano por Mussorgsky, descubierta varias décadas después de que se completara la versión de Shostakovich. "He visto", comenta Gerard McBurney, "que esta fragmentación de la música superviviente nos permite modular una experiencia fascinante, desde la maravillosa versión de Shostakovich, pasando por una especie de páramo en el que solo tenemos los bocetos fragmentarios de Mussorgsky, hasta la hermosa redención de la conclusión de Stravinsky. Queríamos asegurarnos de que el público escuchara cada nota de Mussorgsky." El artista finlandés Tuomas Norvio crea un mundo sonoro electrónico para entrelazar esos fragmentos. 

¿Cómo encara McBurney una ópera tan complicada en argumento y en procedencia musical? Con el talento que le caracteriza y que ha demostrado en otras ocasiones, como el excepcional Wozzeck del Festival de Aix-en-Provence. Pero no hablaría en esta ocasión de excepcionalidad. El director plantea una clara y persistente idea a lo largo de la obra, base de la historia del mundo, y también de Rusia: ¿Permanecemos donde estamos, nos agarramos a la tradición o nos abrimos a nuevas corrientes, a los cambios que nos harán avanzar como sociedad? La decisión de McBurney es clara, en la línea con lo propuesto por Mussorgsky. La evolución es necesaria pero dolorosa, y plasmar la ambición y resistencia de los poderes más recalcitrantes (la nobleza, el ejército, parte del clero ortodoxo) y el dolor que sufre, una vez más, el pueblo ruso, es la esencia de Khovanshchina. El apoyo fundamental del que se sirve  McBurney para plasmar sus ideas es lo que mejor sabe hacer, como buen hombre de teatro, y es el movimiento escénico. Todo el dramatismo, toda la tensión, todos los conflictos y todo el amor que encierra la ópera es palpable en cada escena, en cada gesto, en cada posición del enorme coro. Un espacio tan amplio como la caja del Grosses Festspielhaus se ve reducido, encajonado por dos enormes paneles laterales y otro al fondo con una pronunciada rampa (que desaparece en la segunda parte).

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La escenógrafa de la producción, Rebecca Ringst, opta por un claro minimalismo que contrasta con los dos bellísimos telones con estampados clásicos rusos que abren cada una de las dos partes, un contraste más entre el pasado y el futuro. La acción se sitúa en un tiempo actual, con claras alusiones que van desde la guerra de Ucrania al asalto del Congreso norteamericano a mano de los partidarios de Trump. El vestuario, de Cristina Cunningham, en inmisericorde con los políticos, presentados como mafiosos o tecnócratas o los streltsy, que aparecen como mercenarios, y bien diferenciados con el pueblo, sencillamente vestido. El elemento técnico más destacado de toda la producción es sin duda la espectacular iluminación de Tom Visser, un auténtico genio a la hora de transmitir el ambiente que quiere crear el director.

Con todos esos elementos Simon McBurney levanta una producción convincente, atractiva y que transmite el agobio, la angustia, la incertidumbre y el miedo, pero también el amor. Quizá el único pero que se pueda argumentar sea el excesivo movimiento de los actores, sobre todo la masa coral, que a fuerza de querer que muestren todos sus sentimientos son sometidos a constantes cambios que caotizan en algunos momentos la escena. La última escena es lo más transgresor de toda la puesta. El director inglés siempre es muy fiel a los libretos en sus propuestas, pero esta vez se permite más de una libertad y la más impactante es en la última escena, la inmolación de los Viejos Creyentes,  el grupo ultra ortodoxo que forma parte de la trama. Esta escena, que suele dominar el coro, aquí es sustituida por una apocalíptica presentación (con caída precipitada de gran cantidad de tierra del techo por medio) del amor y dolor de Marfa y Andrei como queriendo simbolizar el final de los tiempos, por lo menos de esos tiempos convulsos, mientras el coro  queda relegado a cantar entre bambalinas en uno de los momentos en los que la música es arrebatadora.

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Y es que lo más extraordinario de la noche fue la gran dirección de Esa-Pekka Salonen. ¡Qué bien entendió el maestro finlandés esa grandiosa partitura que ha pasado por tantas manos! La tensión no decayó en ningún momento durante la larga duración de la obra y creó el cuadro musical necesario para que se viviera perfectamente la tragedia que se veía en escena. Respetando casi siempre a las voces (hubo algún momento de demasiado esplendor orquestal), desgranó la riqueza de una partitura gigantesca en sus dimensiones y sus propósitos de reflejar un momento histórico tan difícil. Las distintas texturas de la música se pudieron apreciar perfectamente, pero especialmente brillante estuvo la batuta en los momentos más líricos, especialmente en las intervenciones de Marfa, una magnífica demostración de la sutileza y la belleza que se pueden crear por una mano experta. A un gran nivel la Orquesta de la Radio Finlandesa, un conjunto de gran profesionalidad y totalmente al servicio de una partitura complicada que resolvió sin problemas y respondiendo con precisión a las indicaciones del director.

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En el apartado vocal destacar en primer lugar los coros que intervienen en esta producción. Las óperas de Mussorgsky tienen mucha escritura vocal y son, para mí, los protagonistas reales de sus dos dramas históricos (Boris Godunov y la obra que nos ocupa). Increíble conexión, calidad y entrega del Coro de la Filarmónica Eslovaca y el Coro Bach de Salzburgo, que demostraron su valía siguiendo atentamente las indicaciones del siempre brillante Salonen. Individualmente destacar dos voces. En primer lugar, y por encima de todo el elenco, la Marfa de Nadezhda Karyazina, una mezzo de excepcional calidad vocal y actoral que nos brindó los momentos más espectaculares de la noche, especialmente en su monólogo del último acto. Perfecta en toda la tesitura (muy amplia en su rol) fue la que recibió más aclamaciones a la hora de saludar al final de la función.

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Un bajo que sigue la más regia tradición eslava, Vitalij Kowaljow, asumió el papel de Ivan Khovansky con fuerza, arrojo y un punto de chulería. Su voz potente, bien proyectada, impactó en las escenas más violentas pero también en su triste final asesinado por sus oponentes. También a buen nivel el Dosifei del bajo Ain Anger, un cantante que tantas buenas noches wagnerianas nos ha dado y que aquí, quizá con un excesivo vibrato en algún momento, dio forma convincente al pope que dirige a los Viejos Creyentes.

Excelente en su segunda intervención (no tanto en la del primer acto) de Shaklovity, el boyardo enemigo de los sublevados y aliado de Pedro I, de Daniel Okulitch. El canadiense demostró una seguridad vocal y una presencia escénica en su discurso que abre el cuarto acto que personalmente me impactó. Gran trabajo del tenor Thomas Atkins como Andrei Khovansky sobre todo en sus escenas con Marfa. Bien Matthew White en el un punto histriónico papel del otro conjurado, el Príncipe Golitsin. Correcto el trabajo del resto de los participantes, en una ópera en la que cada papel tiene su importancia. 

Una  producción esta del Festival de Pascua en la que lo musical superó por muy poco a lo escénico (quizá lastrado este aspecto por una excesiva ambición, aunque el resultado final fue brillante) y en la que  el trabajo conjunto de ambas direcciones es evidente, dando una sensación de proyecto común que no siempre se da.

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Fotos: © Inés Bacher