Pedro Almodóvar, Alberto Iglesias y otras chicas del montón bueno

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Y con él llegó el escándalo... o eso dicen, porque yo siempre he visto a Pedro Almodóvar como un amigo. Desde la primera vez que me crucé con su cine a los quince años en una sala de cine de mi Burgos natal gracias al reestreno de Todo sobre mi madre de cara a la carrera de premios que culminaría con un porrón de premios Goya y ese flamante Oscar al grito de ¡Pedroooo!

La huida hacia delante de Manuela (interpretada por Cecilia Roth, la actriz que mejor llora), la luminosidad de Hermana Rosa (un papel que aumentó mi crush por Penélope Cruz), la disrupción de Agrado (Antonia San Juan es la perfecta definición de auténtica)... Nada más encenderse las luces de la sala, algo había cambiado. Me declaraba fans del manchego. Así, en plural, como le dice la Agrado a Huma Rojo (lo que me ibas a hacer sufrir, Marisa Paredes). El hambre me devoraba. No solo sentía la necesidad imperiosa de ver sus obras anteriores (¡Bendita Biblioteca Municipal Gonzalo de Berceo de mi corazón!), sino que despertó el ansia por adentrarme en las nuevas referencias que acababa de experimentar, como eran leer Música para camaleones de Truman Capote, el libro que le regala Manuela a Esteban por su cumpleaños al principio de la película; o adentrarme en el tormentoso territorio de los melodramas de Tennessee Williams, gracias al montaje teatral de Un tranvía llamado Deseo que aparece dentro de la película.

El fenómeno fan siguió con cierta labor evangelizadora entre mi grupo de amigos que no llegó a buen puerto, y culminó con la adquisición del DVD de la película, que me facilitó bastante los revisionados sin necesidad de préstamos bibliotecarios, y de la banda sonora. Escuchar en bucle el trabajo de Alberto Iglesias me transportaba a otro lugar, más allá del drama de Manuela y compañía. La cantinela inicial del Soy Manuela, la preciosa melodía jazzística de No me gusta que escribas de mí o esa Otra vez huyendo y sin despedirme que a día de hoy no puedo escuchar sin que se me sigan saltando las lágrimas.... Esa fascinación por el trabajo del compositor donostiarra provocó que me hiciese con su Film Works 1990-2000, y lo estudiase como si de un texto sagrado se tratase. Ese doble compact disc sirvió para que mi fascinación aumentase y para que descubriese que Iglesias también era el culpable musical de otra fascinación de juventud: Los amantes del círculo polar, de Julio Medem. Mi atolondrado yo adolescente era capaz de escribir guiones repletos de casualidades y nombres capícua, o de aprender cómo se escribía Najwa, pero era incapaz de hilar que el Alberto Iglesias de la cinta de Medem era el mismo que el de Todo sobre mi madre. Esa compilación provocó que, antes de ver La flor de mi secreto y Carne trémula, ya conociese al dedillo sus temas principales. Aunque también debo decir que acabé más enganchado a otros de sus dos trabajos para Medem: el precioso y angustioso tema Fin que hizo para Tierra y, especialmente, la Suite en cuatro fragmentos para La ardilla roja.

Alberto Iglesias se unió a Pedro Almodóvar unos cuántos años antes que yo a ellos. Fue en la citada La flor de mi secreto, una de las películas que menos me cuadró en los primeros visionados, pero que ahora es una de mis favoritas. Será que con la madurez el amargo desazón y desquicio de Leo Macias (una Marisa Paredes perfecta y desatada) y su célebre: ¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de no acabar con lo nuestro? parece ser que toca más. La llegada de Alberto Iglesias supone un verdadero upgrade. Una suerte de perfeccionamiento en la marca de autoría almodovariana, tanto en el apartado musical como en la propia estructura a la hora de formar y contar historias. Desde los primeros compases de los créditos de La flor de mi secreto, ya no podemos imaginar en ningún momento qué sería del cine de Pedro sin Alberto. Por ejemplo, su pieza Casa con ventanas y libros beneficia la presentación de Leo. Gracias a ella, sabemos quién es, en qué momento vital se encuentra y, lo más importante, que vamos a ser amigas para siempre. Todo ello mientras vemos a través de una ventana a Marisa Paredes escribiendo. Nada más y nada menos. Una melodía larga, excelentemente articulada y, lo que es de vital importancia para una buena banda sonora, fácilmente reconocible. Casi tarareable por el espectador. Una accesibilidad que no debe confundirse con la simpleza de una fanfarria faciola, sino que se relaciona directamente con el concepto de inmediatez y rapidez del propio cine. Una coordinación extremadamente difícil que no siempre logra conseguirse de manera tan perfecta como consiguen estos dos artistas. 

La música de Alberto Iglesias entabla un diálogo directo con el propio guion y los personajes que crea Pedro Almodóvar y que sus actores dan vida en cada película. Nunca queda supeditado a un segundo plano o realizando labores reiterativas de subrayado de emociones, sino que actúa de manera enriquecedora a las situaciones, psiques o anhelos de los personajes de cara al conflicto, y facilitando y agilizando el propio tempo de la película. A lo largo de estos treinta y tantos años juntos, desde La flor de mi secreto hasta la actual La habitación de al lado (y lo que nos queda), Alberto Iglesias ha realizado infinidad de viajes sonoros. Aunque todos compartan cierta base musical, como es normal al tratarse de un compositor con una autoría tan marcada como es Iglesias, cada uno de los trabajos poseen una identidad propia. Mientras que sus composiciones para Todo sobre mi madre beben los vientos por las nocturnas serenatas de Miles Davis, las de Carne trémula son castizas a más no poder. El uso del acordeón, el laúd y la armónica en la oveja negra de la filmografía de Almodóvar es completamente sublime y uno de los mejores trabajos de Iglesias como compositor, logrando construir una de las piezas musicales que mejor han sabido representar la verdadera esencia de Madrid. La increíble elegancia de Hable con ella, la gelidez de La piel que habito, la bella rusticidad de Volver, el desgarro de Madres paralelas, el toque western de Extraña forma de vida... Todas diferentes y hermanitas entre sí... y con una riqueza de estilos incluso dentro de cada una de ellas. Con sus momentos más jazzísticos, con otros más románticos, o incluso más experimentales rayanos con la electrónica o el minimalismo. Una riqueza que casa a la perfección con otra de las grandes marcas autorales de Pedro: la creación de un collage de canciones y temas preexistentes para conformar el soundscape de la película.

Lejos de ver atacado su ego, Alberto Iglesias ve como un privilegio compartir ese espacio con leyendas musicales de la talla de Miles Davis. El cual resulta clave durante la performance de Manuela Vargas y Joaquín Cortés en La flor de mi secreto, donde suena su Soleá del Sketches of Spain; pieza que Almodóvar ya había utilizado anteriormente en Tacones lejanos, provocando una reacción bastante diferente a la de Iglesias en el compositor que se encargó de la banda sonora de esa película. Davis volvería a aparecer en Madres paralelas, con su Autumn Leaves. Igual de importantes en ese Universo Almodovariano Musical son Chavela Vargas, poseedora del título de Chica Almodóvar con todas las de la ley, gracias a sus apariciones en La flor de mi secreto (En el último trago), Carne trémula (Somos), Julieta (Si no te vas) y Dolor y gloria (La noche de mi amor), así como unos añitos antes de la etapa junto a Alberto Iglesias en la icónica escena de Bibiana Fernández entonando Luz de Luna completamente desnuda en el balcón en Kika; o el mismísimo Caetano Veloso, al cual vemos interpretar Cucurrucucú Paloma en la fiesta de Lydia González. También encontramos grandes damas como Sara Montiel, oscuro objeto de deseo en La mala educación (Quizás, quizás, quizás y Maniquí parisien); Janis Joplin dando nombre al personaje de Penélope Cruz en Madres paralelas y entonando su desgarradora versión de Summertime; Mina (Come sinfonia) y Grace Jones (La vie en rose), ambas sonando en la muy biográfica Dolor y gloria, y la italiana repitiendo en Matador con una excepcional interpretación de Espérame en el cielo; el french touch de la estadounidense Uffie (Robot oeuf) en Los abrazos rotos; la luminosidad de Saint Etienne (A Good Thing) en Volver; o el desgarro de Cat Power (Werewolf) en Los abrazos rotos. Una selección musical de altura que ha provocado momentos verdaderamente icónicos como son la utilización de la estremecedora Hain’t It Funny? de k.d. lang en Hable con ella, el Sufre como yo de Albert Plá en Carne trémula, o el precioso Tajabone de Ismaël Lô en Todo sobre mi madre.

Estas selecciones no son siempre tan pop o en clave jazz, sino que la conversación de Almodóvar e Iglesias también cuenta con otro tipo de compañías mucho más antiguas. Piezas clásicas que no por más trilladas suenan menos preciosas. Glorioso y angelical suena el Kyrie de Rossini, interpretado por Ana Fernández con la colaboración del Cor Vivaldi-Pequeños Cantores de Catalunya, en La mala educación; la aparición en Hable con ella del O Let Me Weep, For Ever Weep de Purcell, interpretado por Jennifer Vyvyan y la English Camera Orchestra; una cachondísima versión en clave guateque del Para Elisa de Beethoven por parte de Los Destellos en Los amantes pasajeros; así como una gran apertura en clave de zarzuela con ese flamante coro de espigadoras que aparece en La rosa del azafrán, mientras el personaje de Raimunda y el resto de señoras manchegas adecentan las tumbas familiares durante el inicio de Volver. Sin embargo, esta no es la primera vez que Almodóvar recurre al género. Para ello tenemos que remontarnos a Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, a su etapa más terrorista de comienzos de los 80. En esa ocasión, Pedro Almodóvar se atrevió a vestir de chulapones a los más modernos del lugar para pegar una paliza al ritmo de La revoltosa (supuestamente) al marido maltratador de Luci. Mientras se acercan a él, comienzan a entonar el dúo de Felipe y Mari Pepa. Aquello que reza ¡Ay, Felipe de mi alma! y que explota con la célebre y conocidísima perorata de La de los claveles dobles, la del manojo de rosas. Una explosión de emociones que también se traduce en una soberana somanta de palos que José López de Silva, Carlos Fernández Shaw o Ruperto Chapí nunca hubiesen imaginado.

alberto iglesias rlm

Pero, ¿cómo era la vida/el cine de Pedro Almodóvar antes de Alberto Iglesias? En un primer momento, el soundscape de sus primeros trabajos se estructuraba como si de un cassette grabado de la radio se tratase. Una selección rústica y directa, elegida con sumo cuidado, aunque pueda parecer del todo casual. Como muestra de que Almodóvar era un cachondo desde el principio de los tiempos, tenemos Salomé. El único cortometraje que ha logrado escapar del cajón desastre donde habitan Folle... folle... ¡fólleme Tim!, Dos putas o una historia de amor que termina en boda y otros Super-8 de la época que seguirán perdidos en el ostracismo por el resto de los tiempos, o de los tiempos de Almodóvar. Con una rusticidad estética que recuerda a los paseos por las ruinas de Maria Callas en la Medea de Pier Paolo Pasolini, Pedro Almodóvar nos recrea el mito de Salomé a su manera. Porque si algo tenía claro el manchego desde el principio de su carrera es el cóctel de carisma, unicidad, nervio y talento que le diferenciaría de sus coetáneos, predecesores y sucesores a lo largo de su carrera. Ya de primeras, su femme fatale se marca la Danza de los siete velos al ritmo del mismísimo El gato montés, con el trilladísimo pasodoble de Manuel Penella. Puede que el resultado de los espasmos cañís de Salomé sobre Abraham sean los esperados, pero en un giro almodovariano de los hechos, Isaac (Agustín Almodóvar) no se la juega y le pega un corte de mangas al patriarca del judaísmo y sale escopetado antes de que este le corte la cabeza.

Poco después le llegaría el turno a Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Aunque el grueso de la película se sustenta en una selección musical que refleja el zeitgeist de la época, gracias a la muy trash Do the Swim de Nell Campbell que suena durante los créditos iniciales y, especialmente, por el rol de Alaska y los Pegamoides, que aparecen en la propia película bajo el nombre de Bomitoni. El icónico grupo de la Movida no pierde el tiempo y en su poco tiempo en escena entonando el himno mediterráneo Murciana marrana y una versión bastante peculiar del Muy cerca de ti, el twist de Augusto Algueró y Antonio Guijarro que popularizó una jovencísima Ana Belén unas cuántas décadas antes. Pero como para ser absolutamente moderno hay que saber mirar en el pasado, Pedro también acude a clásicos contemporáneos fácilmente identificables como es la pieza The Murder que Bernard Herrmann compuso para Psicosis, el célebre Jalouise de Jacob Gade, más conocido como Tango gitano que ha sonado en más de un centenar de películas y que también aparece en Átame!, el tema principal de El lago de los cisnes de Tchaikovsky, una marcha de la Ione de Errico Petrella y hasta el España cañí de Pascual Marquina Narro. 

Para Laberinto de pasiones prefirió centrarse únicamente en ese presente que parecía recién sacado del futuro que fue la Movida Madrileña. El protagonismo musical lo toma el propio Pedro, poniendo el foco a su proyecto musical junto a Fabio McNamara, Almodóvar y McNamara. El absurdo y la crudeza de composiciones como Suck It To Me o Gran ganga embriagan y marcan el alocado tono de la película más extrema de Pedro Almodóvar hasta la fecha. Tanto estas como otras santísimas sandeces, pasaron a formar parte del único LP de Pedro Almodóvar, ¡Cómo está el servicio... de señoras!, publicado en 1983 y que contó con la producción de Bernardo Bonezzi, genio del pop español, cabeza visible del grupo Los Zombies, y la firma musical de las películas de Almodóvar durante la segunda mitad de esta década.

Bernardo Bonezzi tomaría el mando justo después de Entre tinieblas, en la que el eco más potente se lo llevaron ese Encadenados de Lucho Gatica, el redundante Valse crepusculaire que Miklós Rózsa compuso para Providence de Alain Resnais, con la partitura de ¿Qué he hecho YO para merecer esto! Este melodrama neorrealista madrileño es una verdadera delicatessen cinematográfica que merece ser revisionada cada año. Ya sea por su certero retrato social de los barrios obreros de la época (y tan fácilmente y tristemente extrapolable a la actualidad), por la frescura de sus diálogos y secundarios (grandiosas Chus Lampreave y Verónica Forqué), por la grandeza de una Carmen Maura que está mejor que nunca, o por la labor del propio Bonezzi. Aunque ya había aparecido en la labor de productor y compositor de los temas de Almodóvar y McNamara, en esta ¿Qué he hecho YO para merecer esto! crea una colección de chotis marcianos con la que nos adentramos en las colmenas del madrileño Barrio de la Concepción y entre los que destaca la preciosa y desoladora La soledad de Gloria. Como regalo, una subtrama telenovelesca lírica hitleriana completamente surrealista, que se encuentra aderezada por el Nur nicht aus Liebe weinen, de Fritz Beckmann y Theo Mackeben, en boca de la mismísima Zarah Leander.

La relación profesional con Bernardo Bonezzi continuaría con la extraña Matador y la seminal La ley del deseo, en la que comparte el foco con Stravinsky por partida doble, con su Tango y  su Movimiento II para piano y orquesta; la Sinfonía Nº10 en mi menor, op. 93 de Shostakovich; y con él mismo, porque su El adiós de Gloria de ¿Qué he hecho YO para merecer esto! suena justo al comienzo de la película. Pero el gran momento musical de La Ley del deseo viene protagonizado por Jean Cocteau y La voz humana, uno de los grandes leitmotivs temáticos del cine de Almodóvar, que inspiraría la premisa de Mujeres al borde de un ataque de nervios y que terminaría adaptando libremente en el cortometraje homónimo con Tilda Swinton como protagonista. En la representación que realizan en La ley del deseo, vemos a un rotísima Carmen Maura abrirse en canal vía telefónica mientras una jovencísima Manuela Velasco realiza un sentidísimo lip-sync de ganadora de Ne me quitte pas de Jacques Brel, interpretado por Maysa Matarazzo. Como pequeño apunte, destacar que esa escena hizo que me enamorase de Jean Cocteau y provocó que tuviese que cruzar Somosierra en el otoño de 2005 para ver a Cecilia Roth interpretar dicho monólogo en el Teatro de la Zarzuela. Cita doble en la que Felicity Lott hizo lo propio en versión lírica. La explosión de Bonezzi llegaría con esa borrachera de cachondeo, amor y gazpacho que es Mujeres al borde de un ataque de nervios. Una colección de temas directos, muy estilizados, sentimentales, que no sentimentaloides, que ganan aún más en su escucha aislada fuera de la película. Despojados de toda imagen, las composiciones de Bonezzi suenan más delicadas, dramático incluso. Chocando de lleno con la propia energía de alta comedia que posee Mujeres al borde de un ataque de nervios. Cortes como El teléfono no suena o Desmayo de Pepa se engrandecen y resultan una verdadera delicia. Mientras que Hacia el aeropuerto y, especialmente, Taxi mambo nos dan todo lo que esperábamos (y recordamos) del Bonezzi más alocado. A pesar del éxito internacional y de que lo suyo parecía para siempo, Mujeres al borde de un ataque de nervios fue la última colaboración artística entre ambos. 

Para su siguiente película, la extrema y (casi) pornográfica Átame!, Almodóvar probó suerte con otra leyenda del cine mundial: Ennio Morricone. Encargado de bandas sonoras como Cinema Paradiso, El bueno, el feo y el malo, La misión o Los odiosos ocho. El italiano firmó una afilada banda sonora bastante deudora de su paso por el giallo que a priori cuadraba bastante con esta historia de amor no apto para estómagos débiles. Si bien el score no suena tan redondo como alguna de sus obras maestras más reconocibles y que, por momentos, nos parece escuchar a Morricone con el piloto automático, su tema principal puede llegar a tener su aquel... por lo menos, mucho mejor que el taladrante Resistiré que actúa como canción principal del film. Tras el fiasco italiano, Almodóvar siguió optando por lo internacional y le encargó al maestro Ryuichi Sakamoto la composición de la banda sonora de la polarizadora Tacones lejanos, otra película que me ha ido ganando con los revisionados. A pesar de la belleza de las piezas (eclipsadas completamente para la posteridad por las versiones de Luz Casal de Un año de amor y Piensa en mí), ninguna de las dos partes competentes acabó completamente satisfecha. Especialmente el compositor nipón, que posteriormente llegaría a arrepentirse de su trabajo por no haber sido capaz de captar la verdadera esencia de Madrid en sus piezas, por mero desconocimiento. Además, sonoro fue el desatino entre ambos al sustituir Almodóvar una de las composiciones originales de Sakamoto por la dichosa Soleá de Miles Davis. No obstante, sus caminos volverían a cruzarse en Julieta, donde podemos escuchar Playing the Piano 2009 del genial instrumentista. 

Huérfano de compositor, Almodóvar optó por el formato mixtape para mi queridísima Kika. Un cajón desastre (tanto la película, como la banda sonora) en el que suenan desde la inimitable Se nos rompió el amor de Fernanda de Utrera y Bernarda de Utrera a la citada Luz de Luna de Chavela, pasando por el Concierto de Bongó de Dámaso Pérez Prados, otro préstamo de Bernard Herrmann y su Psicosis (The Car Lot, The Package), al Youkali de Kurt Weill y la mismísima Andaluza de Enrique Granados, que suena al principio de la película y durante el reencuentro entre padre e hijo. Un cóctel explosivo que solo había llevado tan al extremo en Tráiler para amantes de lo prohibido. El mediometraje que supuestamente iba a servir como promoción a ¿Qué he hecho YO para merecer esto! y terminó teniendo alma propia y convirtiéndose en la perfecta carta de presentación para todo aquel que sea ajeno al mundo de Pedro Almodóvar. Amas de casa hasta el mismísimo, femme fatales inalcanzables, pobres diablos, romances inesperados, niñas sabiondas... Una locura sin partitura donde Josele Román, Bibiana Fernández, Poch y otros tantos se marcan unos lip sync de primera sobre temas de Bambino (Voy), Olga Guillot (Soy lo prohibido) o Eartha Kitt (Where Is My Man). También hace acto de aparición el mismísimo David Bowie con Subterraneans y Sense of Doubt. Dos piezas (casi) instrumentales paridas junto a Brian Eno durante su llamada trilogía berlinesa.

Realmente con él sí que llegó el escándalo. Con Pedro Almodóvar llegó el amigo estupendo. Aquel que lo cambia todo. Aquel que tiene consejos y anécdotas para todas las problemáticas y situaciones posibles. Aquel que conoce y te presenta a las personas, libros, músicas que sabe que te van a cambiar la vida. Aquel que sigue manteniendo un posicionamiento político de corte reivindicativo aunque dado su status social y su condición económica podría pasar completamente de ello. Aquel que conoce el poder de su voz como artista y no duda ni un momento en poner en el punto de mira cuestiones como es la Memoria Histórica (Madres paralelas), la eutanasia (La habitación de al lado), el colectivo LGBTQIA+ (a lo largo de toda su carrera), el horror de la ultraderecha, la Sanidad pública... Y, lo que es más importante, Pedro Almodóvar no es solo el amigo que sabe de todo, sino que sabe reírse absolutamente de todo y de todos. Especialmente de nosotros dos, chulo de mi corazón.