Francesca-Caccini--Retrato_de_una_mujer_joven_llamada-la_Bella-por_Palma_el_Viejo-cortada.jpg'Retrato de una mujer joven llamada la Bella', por Palma el Viejo 

La música de los Médici tiene nombre de mujer: Francesca Caccini

Por Sonsoles Costero-Quiroga, Universidad Complutense de Madrid

En el Renacimiento, una época en la que las artes florecían bajo el mecenazgo de las grandes cortes europeas, la poderosa familia Médici se erigió como patrona de la cultura en la Toscana. Entre sus protegidos se encontraba Francesca Caccini, una compositora admirada que se convirtió en la representante de la música palaciega en su tiempo y que marcó un hito en la historia de la música, al ser consagrado coma la primera mujer de la que se conserva una obra de ópera. Contemporánea de Galileo Galilei, Claudio Monteverdi y Artemisia Gentileschi (los cuales conoció en persona), Francesca Caccini destacó como intérprete y maestra en la corte florentina de 1607 a 1627 y de 1633 a 1641. Su legado aún resuena ya que esta cantante, lautista, clavecinista y soprano contribuyó de forma magnánima a la música barroca a principios del siglo XVII.

Francesca Caccini nació el 18 de septiembre de 1587 en Florencia, en el seno de una familia arraigada en la música, lo que marcaría profundamente su destino. Su padre, Giulio Caccini, fue un pionero de la música monódica y un renombrado compositor, mientras que su madre, Lucia Gagnolanti, fue una virtuosa y destacada soprano. Ambos la enseñaron a componer y a cantar, demostrando en el curso de su aprendizaje una proeza inigualable. Desde niña, Francesca vivió rodeada de arte y conocimiento, creciendo en un ambiente que fomentaba no solo el aprendizaje musical, sino también el estudio del latín, el griego, la literatura y las matemáticas. La educación se impartió a todos los hijos por igual. Esto permitió que su hermana Settimia se convirtiese en soprano y que su hermano mayor, Pompeo, fuese cantante y pintor. Su familia de músicos y este entorno puramente humanista moldeó su carácter y sentó las bases de su brillante carrera, brindándole una educación solida pero increíblemente amplia para mujer, con una formación especializada en el arte musical.

Francesca Caccini destacó durante su infancia por su carácter irreverente, su pasión por las matemáticas y la filosofía, y su insaciable interés por cualquier saber que llegara a sus manos. Aunque ambiciosa, también era divertida, empática y profundamente contraria a la injusticia. Las referencias históricas no suelen aludir a su belleza física, a diferencia de su hermana, pero esto resalta aún más su carácter y carisma, a través de «la inteligencia más aguda... amistosa... encantadora... con modales dulces y graciosos hacia todos» que poseía.

A pesar de vivir en un contexto que podría parecer restrictivo, la realidad es que los conjuntos musicales de mujeres cantantes estaban de moda en las cortes principescas y se encontraban bajo mecenazgo de nobles poderosas que promovían la participación y la presencia de la mujer culta en la corte. A menudo se ha subestimado la complejidad del trabajo de las mujeres músicas en la época de Francesca Caccini, considerándolas solo ruiseñores de salón o sirenas barrocas. Esta visión simplista no solo ignora las habilidades técnicas requeridas, sino también el profundo conocimiento de múltiples disciplinas que estas artistas debían dominar para destacar en un entorno tan exigente. Además, las subestima en detrimento de su recuerdo, cuando las fuentes históricas demuestran que, en realidad, llevaban la voz cantante

Pero ¿de dónde surgió el interés por estos grupos? Una de estas agrupaciones de mujeres atrajo la atención de la corte toscana. El Concerto delle donne o «Concierto de las mujeres», originario de Ferrara y fundado por el duque Alfonso II de Este en 1580, alcanzó una fama deslumbrante. Los asistentes las denominaban virtuose giovani («virtuosas jóvenes») y solo cantaban para la selecta corte del duque, interpretando piezas con tonalidades ornamentadas y melodías brillantes, pero siempre ejecutadas con una técnica impecable. El gran ducado florentino, celoso de su éxito, también deseaba contar con su propio Concerto delle donne. Así, los Médici pidieron al padre de Francesca Caccini crear una versión única para Florencia. Fue justamente en ese momento cuando Francesca y su hermana Settimia brillaron como sopranos en la célebre obra Le donne di Giulio Romano (en castellano, «Las mujeres de Julio Romano»). Para complacer a los influyentes Médici, la familia Caccini formó su propio conjunto musical llamado Il concerto Caccini, complementando con gran destreza a las cantantes femeninas profesionales. Su padre se casaría de nuevo a la muerte de su esposa con otra soprano, Margherita della Scala, que los acompañó como integrante de su grupo y de hecho ayudó a sus hijastros a dominar el canto. A los trece años, Francesca Caccini ya interpretaba obras en la corte junto a sus hermanos que habían sido creadas y producidas por su padre, como su distinguida Il rapimento di Cefalo («El secuestro de Céfalo») en 1600. Dos años después, ambas hermanas volvían a cantar en la iglesia de San Nicolás en Pisa para la corte en la Navidad de 1602, demostrando una habilidad que las colocaría entre las mejores cantantes de su tiempo.

A los veinte años, Francesca Caccini era ya una intérprete tan destacada que llamó la atención de la corte del rey Enrique IV de Francia. A la vez, la princesa Margherita della Somaglia-Peretti, cuñada del cardenal Montalto, le ofreció un generoso salario y dote. Aunque recibió estas ofertas tentadoras para trasladarse al extranjero, fue retenida en Florencia por orden del Gran Duque Fernando I de Toscana. Su mujer, la gran duquesa Cristina de Lorena (nacida en Francia), se había fijado en su talento a la hora de componer. Allí, bajo el patrocinio de los Médici, Francesca Caccini comenzó a brillar, demostrando ser una artista con un virtuosismo extraordinario, siendo una figura integral y multifacética de la música barroca. Su talento era tal que llegó a ser la instructora y la compositora de música de la corte mejor pagada, con un salario que reflejaba su habilidad y dedicación: en 1614 y en 1623 su paga ascendió a 240 escudos florentinos (una suma excepcional, sin lugar a duda fue ¡toda una fortuna!). Este hecho debe contextualizarse dentro del plan cultural que la familia Médici impulsó durante toda su etapa en el poder, un plan que fomentaba una idea de grandeza familiar a través de la realización de suntuosas obras públicas. Esta estrategia no solo fortaleció su prestigio, sino que también permitió que áreas como la arquitectura, el diseño urbano, la erudición humanística, el teatro, el espectáculo y la música recibieran un apoyo generoso, creando un entorno fértil para el florecimiento de las artes y la cultura en Florencia.

De vuelta a esta gran figura femenina, Francesca Caccini fue conocida como La Cecchina o La Piccola Francesca. Era famosa no solo por su precisa técnica vocal interpretando el Eurídice de su contemporáneo Jacopo Peri, sino también porque que «ya fuera tocando, cantando o charlando amenamente, causaba efectos tan asombrosos que cambiaba su forma de pensar en la mente de sus oyentes, hasta el punto de transformarlos». Su carisma y talento la convirtieron en una figura indispensable en la vida cultural de la corte, donde también fue la instructora para las jóvenes de la comitiva florentina. Tuvo dos alumnas destacadas, Maria Botti y Emilia Grazi. 

El 15 de noviembre de 1608, se casó con el cantante Giovanni Battista Signorini, con quien tuvo una hija, Margherita Signorini (1622-1690), quien posteriormente se convirtió en cantante y monja. En 1625, Francesca Caccini compuso una partitura para un «ballet de comedia» que sirviese como recibimiento en la corte al príncipe heredero polaco Vladislao IV Vasa en pleno Carnaval. Al conocer que el príncipe era un gran apasionado de la música, Francesca creó una pieza a gran escala para impresionarle, que incluía escenas de lo que se denominó posteriormente ópera temprana. Pero esta obra no hubiese visto la luz de no ser por otra mujer. La archiduquesa regente María Magdalena de Austria, esposa de Cosme II de Médici, era la protectora y mecenas de Francesca en la capital italiana en esos momentos. Ella promovió esta curiosa presentación sin «castrato», solo cinco años después de la primera ópera impresa en Italia y que en realidad estuvo basada en los cantos del seis al ocho del poema épico caballeresco escrito por Ludovico Ariosto y titulado Orlando Furioso

Francesca Caccini supo que había realizado algo diferente y único, pero jamás pensó que entraría en la historia de los anales de la música por ser la primera mujer de la que conserva una ópera, justamente la titulada La liberazione di Ruggiero dall'isola d'Alcina (en castellano, «La liberación de Ruggiero de la isla de Alcina»). Mezclando escenas trágicas y cómicas, y poniendo a dos mujeres protagonistas como personajes grandilocuentes en el centro de la narrativa, la ópera destacaba por su audacia y originalidad. Esta obra, estrenada en la Villa di Poggio Imperiale en Florencia el 3 de febrero de 1625 es un caso de éxito porque la trama motiva y es el eje central que mueve toda la historia. Dos mujeres fuertes y poderosas se disputan a un hombre llamado Ruggiero. Ellas encarnan fuerzas opuestas y manifestaciones dicotómicas de lo femenino. Mientras Melissa, la clara protagonista, representa la virtud y la pureza, su antagonista Alcina es una hechicera pérfida y manipuladora. La bondadosa Melissa intenta salvar a su amado de la arquetípica malvada bruja que lanza hechizos. A través de su música, Francesca Caccini exploró la dicotomía femenina, mostrando la fuerza y complejidad de sus personajes, que pasan a convertirse en engranajes dentro del motor de acción de la composición musical. La obra fue un éxito rotundo, y su representación en Varsovia tres años después en 1928, marcó la primera vez que una ópera italiana era llevada fuera de su país de origen.

La vida de Francesca Caccini estuvo marcada por éxitos profesionales, pero también por pérdidas personales. En 1626, su marido falleció, dejándola viuda. Poco después, Francesca se trasladó a Lucca, donde trabajó para el banquero y diplomático Vincenzo Buonvisi. Allí conoció a su segundo esposo, el mecenas y aristócrata Tomaso Raffaelli, con quien se casó al año siguiente en octubre. Fruto de ese amor nació un hijo en 1628, también llamado Tomaso. Sin embargo, la tragedia volvió a golpear cuando su esposo falleció en 1634, enviudando por segunda vez.

A pesar de las dificultades, regresó a Florencia con sus dos hijos y continuó componiendo y trabajando para la corte de los Médici, donde sirvió bajo tres grandes duquesas: Cristina de Lorena, su sucesora María Magdalena de Austria y su hija Margherita y de nuevo a la futura gran duquesa Vittoria della Rovere hasta su dimisión en mayo de 1670. Estas nobles duquesas ostentaron el poder durante un siglo entero (desde 1585 hasta 1694) y se interesaron por crear un entorno propicio para el desarrollo de la creatividad, haciendo que Francesa Caccini fuese destacase en vida como una compositora excepcional. Después de 1641, su rastro se pierde en la historia, presumiblemente falleciendo en 1645, al encontrar un registro de cambio de tutela de su hijo a su tío, Girolamo Raffaelli. 

Su legado musical es impresionante: tan prolífica como los compositores masculinos de la corte, como Jacopo Peri o Marco da Gagliano, Francesca Caccini dejó una huella indeleble. Aunque solo ha sobrevivido una de sus óperas, esto no refleja la magnitud de su producción, donde destacan Il primo libro delle musiche a una e due voci, una colección de treinta y dos canciones y cuatro dúos de soprano y bajo dedicada al cardenal de Médici, así como las arias «Dove io credea», en Ghirlandetta amorosa (1621) de Constantini, y «Ch'io sia fidele», en Le risonanti sfere (1629) de Robletti. 

Trágicamente, casi nada ha perdurado de su vasta producción, pero hoy se la considera una de las grandes precursoras de la música barroca, en un momento clave cuando el Renacimiento comenzaba a dar cabida a nuevas formas musicales. Curiosamente, el paso del tiempo ha oscurecido muchas figuras notables, lo que nos impide suponer que Francesca Caccini haya sido la única compositora femenina de su época. Redescubrir su legado es un recordatorio de que las mujeres siempre han sido parte integral de la creación artística y que en cada gran movimiento artístico hay voces como la suya, que merecen ser escuchadas y celebradas, aunque sus nombres hayan sido a menudo relegados a un segundo plano. Rescatando la sabia reflexión de Virginia Woolf, quien afirmó que «en la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer», cabe preguntarnos cuántas partituras habrán sido compuestas por mujeres, y cuántas compositoras quedan aún por descubrir.