Desde la periferia: George Enescu, entre Bucarest y París
En el 70 aniversario de su fallecimiento
Existe una serie de grandes compositores que de vez en cuando aparecen en los programas de conciertos o en los escenarios de los teatros de ópera cuyos nombres no forman parte de las grandes familias musicales de la vieja Europa. Hemos de reconocer que los grandes focos musicales desde el Renacimiento hasta bien entrado el siglo XX fueron el mundo germánico e Italia. Francia se incorporó también a este círculo con compositores propios pero, sobre todo, porque su capital, París, fue el centro cultural europeo durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX. También Londres atrajo, gracias a su poder económico, a las grandes figuras, pero fue la capital francesa la joya que todo aquel que quería triunfar debía conquistar. Indudablemente estos músicos que nacieron fuera de los círculos que acabamos de nombrar se empapan de las influencias de unos y de otros. Siempre ha habido una comunicación, unas sinergias, unos lazos que han unido los países periféricos con esos grandes centros de creación. Pero lo que se quiere recalcar con estos artículos que ahora comienzan es el reconocimiento a unos creadores que supieron aunar, en la mayoría de los casos, la esencia de sus lugares de origen con las grandes corrientes que se dictaban desde París, Viena o las diversas ciudades italianas. Aunque de orígenes y trayectorias diferentes, hay características comunes a todos ellos, como los vínculos que siempre mantendrán con sus lugares de origen y con la música autóctona, y una obra diferente en cuanto inventan, de alguna manera, la fusión entre distintas culturas aunque estén todas bajo un canon común que podríamos llamar “música clásica occidental”
George Enescu (1881-1955) es un prototipo de artista que se mueve entre la periferia y los centros culturales. Nacido en Rumanía, y siendo desde pequeño un violinista excepcional, va a tomar contacto desde sus primeros estudios primero con Viena y después con París. Esta ciudad va a marcar, junto a su Rumanía natal, toda su obra como compositor aunque durante su vida fuera más conocido como virtuoso del violín y director de orquesta. Enescu vive en una época muy convulsa de la historia europea, con dos guerras mundiales y, en sus últimos años, una dictadura comunista en su país natal. Todo ello influirá en su vida y dará forma a su obra, todavía no lo suficientemente conocida en nuestras salas de conciertos.
“Es curioso: nunca supe nada, nunca escuché nada o escuché muy poco, nunca tuve a nadie cerca que pudiera influir en mí. Y, sin embargo, de niño tenía una idea clara de ser compositor. Simplemente compositor”. Estas palabras las pronuncia Enescu en un programa de radio ya en los últimos años de su vida, pero nos dibujan cuál fue siempre el impulso que lo condujo en su trayectoria artística, aunque, como se ha dicho, fuera más conocido en vida por su faceta de intérprete, que le ocupó gran parte de su tiempo. Solo después de dejar las salas de conciertos pudo dedicarse más intensamente a la composición (que ya había emprendido desde muy joven) y a su faceta de pedagogo. Fue sobre todo después de su muerte cuando empezó a difundirse más su obra y especialmente a partir de la caída del dictador Nicolai Ceaușescu, poco partidario de su compatriota.
Nacido en 1881 en el norte de Rumanía, cerca de la actual frontera con Moldavia y Ucrania, en una familia dedicada a la agricultura, destacó desde muy joven como intérprete de violín y pudo estudiar estudiar primero en Viena (1888-1894) con figuras como Joseph Hellmesberger (violín), Robert Fuchs (armonía y después de su graduación, composición), o Ernst Ludwig (piano). También aprendió órgano y violonchelo, frecuentó la famosa Ópera Imperial, la Hofoper, (donde tenía preferencia por las obras de Wagner dirigidas por Hans Richter) y tocó obras de Brahms en la orquesta del conservatorio, en presencia del compositor. Por recomendación de Josef Hellmesberger, su profesor de violín e hijo del director del conservatorio, George Enescu fue enviado por su padre a estudiar a París. Así, estudió en su conservatorio (1895-1899) bajo la dirección de profesores tan reconocidos como Jules Massenet y Gabriel Fauré para composición o Ambroise Thomas y Theodore Dubois para armonía. De esa época son sus primeras obras, dedicadas sobre todo al piano y al violín. Como intérprete, fundó y dirigió dos conjuntos de música instrumental en París: un trío con piano (en 1902) y un cuarteto de cuerdas (en 1904). Tocó en Alemania, Hungría, España, Portugal, Gran Bretaña y Estados Unidos. Las composiciones más conocidas de Enescu datan de los primeros años del siglo XX. Entre ellas se encuentran las dos Rapsodias rumanas (1901-1902), que durante mucho tiempo serán las obras más conocidas del compositor (pero que también se convertirán en una especie de maldición que no permitirá la difusión de sus composiciones de madurez), la Suite núm. 1 para orquesta en do mayor, Op. 9 (compuesta en 1903 e interpretada por primera vez en 1911 por la Orquesta Filarmónica de Nueva York bajo la dirección de Gustav Mahler) y la Sinfonía en mi bemol mayor, Op. 13, núm. 1 (1905).
Ya consolidado como un gran concertista, Enescu creó y financió con su propio dinero el Premio Nacional de Composición George Enescu, que se concedió anualmente hasta 1946. Este concurso de composición se organizó para fomentar la creación rumana y ofrecía a los ganadores, además de un premio en metálico, la oportunidad de que sus obras fueran interpretadas en un concierto. Más tarde, en 1958 se instauró el Concurso Internacional George Enescu para pianistas, violinistas, violonchelistas y compositores y que se canceló en 1970 volviendo veintiún años después dentro del Festival que Rumanía dedica a su compositor más insigne. Hoy en día es considerado uno de los certámenes más importantes del mundo musical.
Volviendo a nuestro artista, durante la Primera Guerra Mundial Enescu permaneció en Bucarest, donde dirigió la Novena Sinfonía de Beethoven y otras obras firmadas por Berlioz, Debussy y Wagner. Enescu dirigió también sus propias obras, como la Sinfonía nº 2 (1913) y la Suite para orquesta nº 2 op. 20 (1915). En su faceta de director de orquesta, el músico fundó la Orquesta Sinfónica de Iași y la dirigió entre 1918 y 1920; también dirigió la Orquesta de la Sociedad Filarmónica (1898-1906), la Orquesta del Ministerio de Instrucción Pública (1906-1920) y la Orquesta Filarmónica de Bucarest (1920-1946). Su trabajo como concertista y director siguió en los años siguientes, pero nos vamos a detener en la composición favorita de Enescu y a la que dedicó más más tiempo y esfuerzos: su única ópera, Edipo.
En 1909, asistió a una representación de Edipo Rey, de Sófocles, quedando muy impresionado por esta tragedia clásica. Los primeros esbozos de la ópera datan de 1910; tras una interrupción provocada por el trabajo en el libreto y por la guerra, el compositor se dedicó otra vez al proyecto en 1921 acabando la reducción para piano 1922. El estreno no llegaría hasta 1936 en la Ópera Garnier de París. El libreto, de Edmond Fleg, concentra las dos obras de Sófocles sobre el personaje, Edipo Rey y Edipo en Colono, en los dos últimos actos de la ópera, y los precede con dos actos más. El primero trata del nacimiento de Edipo y su profecía: matará a su padre y se convertirá en el marido de su madre. El segundo acto, en tres cuadros, describe los acontecimientos que conducen al cumplimiento de dicha profecía. Enescu se consideraba un wagneriano que también admiraba la música de Brahms, y también se pueden encontrar en Edipo similitudes con la música de sus maestros y colegas franceses. Un intento superficial podría etiquetarlo como un compositor más conservador en comparación con algunos de sus contemporáneos. Sin embargo, una mirada más atenta a Edipo, que es, dada su estructura y magnitud una de sus obras más complejas, revela una construcción intrincada y una abundancia de técnicas poco convencionales. Sigue siendo una obra poco representada fuera de su país, donde es una obra básica de los teatros de ópera, pero su valor y maestría va reconociéndose poco a poco.
Después de la guerra, Enescu continuó sus giras por Europa y también por los Estados Unidos. Allí, a partir de 1923, dirigió prestigiosas orquestas, entre las que se pueden mencionar la Orquesta de Filadelfia, la Orquesta de Boston y la Orquesta Sinfónica de Chicago. Su actividad como profesor supuso un gran valor para el mundo artístico. Sus alumnos más destacados fueron los violinistas Christian Ferras, Ivry Gitlis, Arthur Grumiaux y Yehudi Menuhin. Menuhin sentía un auténtico culto por la personalidad de su maestro y un profundo afecto por él, como afirmó: “Para mí, Enescu seguirá siendo una de las auténticas maravillas del mundo. (…) Sus fuertes raíces y su noble espíritu proceden de su propio país, un país sin igual en belleza”. Durante la Segunda Guerra Mundial, Enescu permaneció en Bucarest y se destacó por una intensa actividad, fomentando también las creaciones de otros músicos rumanos. En abril de 1946, realizó una gira por la Unión Soviética, donde entró en contacto con algunas de las personalidades más importantes de la música rusa como Dmitri Shostakovich, Aram Khachaturian o David Óistrakh. Establecido en París por sus desavenencias con la dictadura comunista de Nicolae Ceauşescu, muere en la capital francesa en 1955 siendo enterrado en el conocido cementerio de Père-Lachaise.
Enescu sólo publicó 33 números de opus, aunque varios de ellos son obras de gran envergadura (las tres sinfonías y Edipo). Las exigencias de una ajetreada carrera como intérprete no fueron la única razón de esta escasez comparativa de obras acabadas. Enescu era también un perfeccionista obsesivo: muchas de sus obras publicadas fueron reelaboradas repetidamente antes de su estreno, y revisadas varias veces después. Además, como han puesto de manifiesto investigaciones recientes, los trabajos que permitió publicar no eran más que la punta de una enorme masa sumergida de manuscritos en curso (la mayor parte de los cuales se conservan en el Museo Enescu de Bucarest). Se cree que puede haber varios centenares de composiciones en diversos grados de elaboración: de borrador a casi terminadas. Durante las siete décadas que se dedicó a la composición fueron variando sus influencias hasta crear su estilo propio y personal. La verdadera importancia de su herencia folclórica rumana surgiría más tarde en el crecimiento del lenguaje musical de Enescu, cuando buscó nuevas formas de desarrollar y combinar líneas melódicas puras. Aquí influyó especialmente la doina, un tipo de canción meditativa, a menudo melancólica, con una línea extensa y flexible en la que melodía y ornamentación se funden en una sola. La línea melódica era, para Enescu, el principio vital de la música: como escribió en su autobiografía, “no soy una persona de bonitas sucesiones de acordes... una pieza sólo merece llamarse composición musical si tiene una línea, una melodía o, mejor aún, melodías superpuestas”. En sus últimas obras (el Quinteto con piano de 1940, el Segundo Cuarteto con piano (1944), el Segundo Cuarteto de cuerda (1951) y la Sinfonía de cámara de 1954) Enescu se mantiene dentro de los límites de la tonalidad tardorromántica y las formas clásicas, pero transmuta ambas en un lenguaje muy personal, clave para reconocer al gran compositor que fue.
Pese a que el propio Ceauşescu hizo todo lo que estuvo en su mano para socavar y borrar el legado de Enescu en las décadas posteriores a su muerte, un visitante ocasional de Bucarest se sorprenderá de la importancia simbólica que Enescu sigue teniendo en la conciencia nacional rumana. Hay muchos monumentos dedicados a él. El conservatorio nacional lleva su nombre, al igual que la orquesta. Su importancia, sin embargo, trasciende la música. Durante la primera mitad del siglo consiguió, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, conciliar el orgullo nacional y un patriotismo insistente con la tolerancia y una visión cosmopolita, y hoy en día George Enescu es uno de los valores culturales más preciados de Rumanía.