¿Ópera?
Pamplona-Iruña. Planetario. 3/11/2024. Bóveda, de Diana Pérez Custodio. Grupo Vocal Egeria, Oscar Ayuso, Israel Paz, Arturo Jiménez y Jesús Salazar (voces flamencas), Alicia Naranjo (mezzosoprano), Francesca Fesi (mezzosoprano), José Antonio Ariza (barítono y Javier Centeno (barítono). Dirección videográfica: Ana Sedeño. Dirección musical: Diana Pérez Custodio.
Terminada la representación de Bóveda, impulsada por los planetarios de Valladolid y Pamplona, presentada como la primera ópera para planetario a nivel mundial he de reconocer que me surgieron bastantes preguntas. Algunas de ellas me acompañan desde que decidí vivir y disfrutar lo más posible la música contemporánea; otras me surgen ocasionalmente, cuando las obras que vivo me dejan fuera de juego.
La primera es cuál es hoy en día la definición de ópera. Si al final de la obra yo hubiera preguntado aleatoriamente a las primeras diez personas que encontrara deambulando por el parque del planetario qué es la ópera estoy seguro que la respuesta sería algo así como una obra teatral cantada, muy larga, en un idioma que no conocemos y sobre temas del pasado. Para mí, melómano, ópera es mucho más y, sin embargo, no sé si Bóveda es una ópera. Pero, claro, ¿quién soy yo para decirle a Diana Pérez Custodio qué es una ópera? Más aún cuando Pérez Custodio es uno de los nombres más relevantes de la composición actual española.
La compositora andaluza nos ha hecho esta propuesta y no es la primera vez que compositoras y compositores vivos rompen, consciente y deliberadamente, el concepto ópera en lo espacial, en lo estructural y en lo musical. Y Bóveda camina por este sendero.
En lo espacial, porque Bóveda, en su misma definición, está pensada para interpretarse en una sala de planetario, una de esas que consta de una enorme bóveda que es, también, pantalla sobre la que se puede proyectar un espectáculo de luz y sonido. Y en mi modesta opinión, Bóveda está más cerca de este último concepto que del de ópera.
En lo estructural porque Bóveda objetivamente no nos cuenta nada. De hecho, hasta faltar cinco minutos para terminar la obra –de un total de sesenta y cinco que dura- no se interpreta una sola palabra reconocible; hasta ese momento todo han sido sonidos, fonemas, ruidos y otras emisiones a través de la garganta que acompañan la proyección sobre nuestras cabezas. Es decir, Bóveda no tiene una estructura dramática en sentido estricto y, seguramente, cada uno de los espectadores presentes hará una lectura particular y distinta de la última intención de la compositora al ofrecernos esta idea.
Finalmente, el concepto de ópera se rompe en muchas obras contemporáneas que, incluso, rehúyen el uso del mismo y lo sustituyen por eufemismos como teatro musical, experimento teatralizado o similares. Sin embargo, la compositora aquí sí que reivindica el uso del concepto que nos ocupa, aunque sea con apellidos: Bóveda es ópera de planetario. Otra cosa es que muchos aficionados a la ópera “convencional” estarían escandalizados ante el mero hecho de aceptar esta obra como ópera. Pero ese es otro debate.
En realidad Bóveda no nos descubre nada nuevo. El deseo de cambio en la estructura habitual de la ópera es algo que viene de lejos: ya Benjamin Britten ideó la primera ópera para televisión –es decir, pensada para ser representada en condiciones ajenas a las estándar del teatro- cuando compuso esa obra maestra que es Owen Wingrave y que hoy en día también se representa en teatros convencionales. Yendo incluso al mundo de la música popular y el folk apuntar que el uso de onomatopeyas, ruidos y otros sonidos en sustitución de la palabra ya lo hizo allá por la misma década de los 70 un bardo vasco como era Mikel Laboa cuando compuso Orreaga, una canción que entonces dejó en shock a todos los oyentes y que narra la pelea entre vascones y Carlomagno allá por el siglo VIII. Y en 1981 Giorgio Battistelli compuso Experimentum Mundi, una ópera para artesanos en la que el uso de instrumentos propios de distintos oficios sustituye a los instrumentos tradicionales de una orquesta. Es decir, que nada nuevo bajo el sol. Y, sin embargo, seguimos quedándonos sorprendidos.
El planteamiento ya es original. Dispuesto el público en las butacas de la circular sala de proyección –es decir, los cincuenta espectadores estábamos colocados en forma circular así mismo- doce cantantes se sitúan a nuestra espalda, junto a la pared, separado cada uno del más cercano por unos dos o tres metros y en el que coexisten tres grupos vocales de cuatro componentes cada uno de ellos: por un lado, cuatro cantantes flamencos; por otro, cuatro cantantes líricos, dos mezzos y dos barítonos; y, finalmente, el grupo monódico Egeria, experto y reconocido como intérprete de música medieval. Es decir, una mezcolanza cuando menos atrevida. Los tres grupos están diseminados, es decir, no están agrupados en sí sino entremezclados unos con otros. Parecen simular las doce referencias horarias de un reloj. La mayoría de ellos también va a interpretar distintos instrumentos de percusión, fundamentalmente, campanas, triángulos, timbres y panderetas además de las palmas de los cuatro flamencos. A ello terminamos de añadir una cinta pregrabada y el aspecto visual.
En referencia a esto último he de poner el mayor pero. Terminé saturado, mareado de tantas y tantas imágenes, a velocidades inquietantes, unas superpuestas a las otras, las más de ellas difuminadas y planteadas a tal velocidad que en la mayor parte de las ocasiones para cuando tratabas de descifrar qué estabas viendo ya estabas en otra escena distinta. La responsable es Ana Sedeño y presupongo muy buena intención aunque a quien suscribe estas líneas, peco de excesiva. Muchas de las imágenes son apocalípticas; las escenas de las lluvias de estrellas me retrotraían a los tiempo de Valerio Lazarov –los de mi quinta lo entenderán- y muchas de ellas se proyectan en blanco y negro o tonos bastante similares, limitando la expansión del color.
También me ha llamado la atención que la compositora se anuncie como libretista porque ya ha quedado dicho que, con excepción de los últimos cinco minutos, no hubo palabra entendible que llegara a nuestros oídos. De repente, uno de los cantantes flamencos comienza a cantar algo reconocible (El mundo se ilumina) y al final de la obra una componente del grupo Egeria –así lo supongo, porque estábamos a oscuras y la inmensa mayoría de los cantantes no eran visibles desde mi localidad- entona una nana, como si quisiera darnos un halo de esperanza.
Por lo que a la interpretación se refiere no haré comentario sobre los cantantes flamencos porque reconozco me es un mundo ajeno, interesante pero ajeno y me siento capaz de calibrar la calidad de su aportación; las cuatro voces líricas fueron bastante modestas, sobre todo en empaste y emisión mientras que la aportación de Egeria se hizo breve por lo que suponía de salto de calidad.
La compositora habla de una obra pacifista, ecologista y de esperanza. Así, en abstracto, nada que objetar aunque, reconozco, salí del planetario con la sensación de que mi capacidad de asombro ante las propuestas contemporáneas se va reduciendo paulatinamente. Al final, la reacción fue bastante tamizada. Saludaron los doce cantantes, la responsable del vídeo y la misma compositora pero me sorprendió la reacción tan fría, tan poco efusiva.