Cantar y contar la música
Barcelona. 14/11/24. L'Auditori. Obras de Grieg y Zemlinsky. Jan Lisiecki, piano. Orquestra Simfònica de Barcelona. Vasily Petrenko, director musical.
Durante estos últimos 15 años he tenido grandes fortunas. Una de ellas, la de poder cultivar una amistad cercana con un grande del piano como es Joaquín Achúcarro. Y durante estos últimos 15 años he podido vivir de cerca cómo él, a su vez, seguía cultivando una relación extraordinaria con la música. Buscando cada día el sentido de unión entre cada nota al piano. Es algo que también me ha venido explicando Alba Ventura, quien durante este mes de diciembre protagoniza nuestra portada: "La música consiste en buscar un sonido propio durante toda la vida". Ambos están muy relacionados entre sí (por algo les unimos en una de nuestras portadas dobles con motivo del décimo aniversario de Platea) y, anoche, a su vez, con el pianismo de Jan Lisiecki. Al final de esta crónica lo entenderán.
En esa búsqueda infinita, porque dedicarse a la música, como a la palabra, supone una maravillosa labor sobre lo intangible y lo infinito, he vivido cómo Joaquín Achúcarro, en numerosas ocasiones, preparaba el Concierto para piano de Edvard Grieg, que interpretó por última vez hace unas semanas junto a la Orquesta de RTVE. En todas esas ocasiones, Achúcarro repasaba sus puntos propios de anclaje, su visión sobre la partitura, al tiempo que recorría su pentagrama hacia arriba y hacia abajo procurando la hermenéutica que el ánima de aquel tiempo concreto le propiciaba. El sentido a cada curva de la frase. Y siempre siendo reconocible. Qué maravilloso es sentir cómo una misma música puede decirse de formas tan distintas, moldeada por el pulso vital, el tiempo concreto, el hecho musical o social, ¿no les parece? El bilbaíno tocó por primera vez el Grieg con 17 años y lo ha llevado con él hasta los 92. 75 años, nada menos. Imaginen de cuántas formas podemos sentir una misma música - un amor, un encuentro, una pérdida, una verdad... - a lo largo de toda una vida...
Yo soy yo y mis circunstancias… quienes me leen habitualmente saben que siempre estoy a vueltas con Ortega - sin ser yo nada de eso -. Ante la palabra dada, como es esta crónica, ¿qué verdad puede quedar por encima del arte, cuando este nunca se nutre de una sola de ellas? Supongo que cuando acercamos a ella en un intento o consecución artística. Ya no es sólo la forma en que los intérpretes cantan la música, es la manera - o debería ser la manera - en que nosotros se lo contamos. Porque, como decía Oscar Wilde, “sólo intensificando su propia personalidad puede el crítico interpretar la personalidad y la obra de otros”. Creo que es algo que he procurado en todo este tiempo. Servir de filtro, de mirada propia en un análisis cada vez más abierto y libre de prejuicios. Una curva de la frase con mi propio sentir sobre la vida. Hasta el punto de escribir estas líneas, un pas més endavant en mi despedida de la crítica musical. Porque la música nunca podrá medirse por parámetros objetivos más allá de la cláusula que puede suponer un pentagrama. Y esas cinco líneas, en realidad, siempre requerirán de la mayor apertura de voluntad, inteligencia y empatía posibles para ser interpretadas. Y desde ahí, tomarlas por el camino que uno mismo decida. Y sobre todo ello, cuanto mayor sea la personalidad sobre la que miremos hacia ellas y ellos como críticos, “más real se tornará la interpretación, más satisfactoria, más convincente y más veraz”. Cantar y contar la música, ¡qué cosa más maravillosa!
Desde esta doble vertiente puesta en juego para que a ustedes le alcance la música en forma de palabra, Jan Lisiecki se presentó junto a la Orquestra Simfònica de Barcelona (OBC) con una lectura encendida del Concierto para piano de Edvard Grieg. Una mirada más bien rauda, en ocasiones construida desde el arrebato y el romanticismo, que dotó de sentido del drama a la obra en su construcción del todo. Fue, en este sentido, un Grieg pasional que tuvo sus grandes momentos en la coda del primer movimiento y en el último de estos, con momento brillante en la intervención de Francisco López a la flauta (creo recordar que la última vez que le escuché fue en Oslo, precisamente en un concierto dirigido por Vasily Petrenko). Este llevó a la formación barcelonesa a esa misma vehemencia de un Grieg de veintitantos años, mostrando un sonido verdaderamente sólido, cuasi-compacto, de gran volumen sonoro por momentos.
Fue una fórmula, la de la efusividad, que también puso en práctica para "cantar" La sirenita, suerte de poema sinfónico en tres partes, de Alexander von Zemlinsky. Y si en Grieg se pudo disfutar de una versión propia, en la música del compositor austriaco se encontró un camino magnífico para encontrarse, comprender y disfrutar de la partitura. Una gran obra maestra que, aun siendo seguramente la más tocada del autor, no se encuentra lo reconocida que debería estar, siguiendo la estela del Harold de Berlioz o el Scheherezade de Rimsky-Korsakov y uniéndola al Strauss sinfónico, de esa ampulosidad y brillo orquestal tan identidicable. Petrenko y los atriles de la OBC erigieron una lectura vibrante y emocional, impetuosa y cargada de decibelios cuando esta lo permitía, pero al mismo tiempo clara, desglosada y coloreada en sus acentos y secciones. Una gran interpretación de conjunto, sin duda, con la que pudimos soñar y viajar a través de la rica narrativa instrumental de Zemlinsky.
No suelo hablar de las propinas ofrecidas durante los conciertos, es cierto, pero la primera parte de la noche la cerró Lisiecki con el Preludio op, 28-15 de Chopin. El Wrapped de este año de Spotify me ha chivado que es la música que más he escuchado durante 2024 (en las manos de Joaquín). Justo durante estos días, he tenido la inmensa suerte de poder bucear y presentar el nuevo disco de Alba Ventura, Reflets, dedicado en gran parte a estas joyas chopinianas que son los Preludios. Lo hablaba con ella: cómo puede cambiar el sentido, la emoción, el horizonte en una pieza tan breve como es este preludio. Cómo todo su sentido puede cambiar ya sólo con el tempo escogido. Es sabido que Chopin completó sus Preludios en Mallorca, con un tiempo horroroso y muy seguramente pueda haberse inspirado en una tormenta, que el encierra en una burbuja, en una bola de nieve. Para mí, con los acordes cantables del comienzo que retoma en su final y la carga oscura y trágica en la mano izquierda y la tensión central, viene a significar un tanto el paso de la vida. Cómo deberíamos llegar a ella en manos amables, cómo sufrimos en el camino y cómo deberíamos despedirnos del mismo modo que llegamos. Y, al mismo tiempo, cómo ante cada problema que podamos afrontar, siempre debería haber una mirada amiga, un consuelo posterior.
Las velocidades escogidas por Rubinstein, Argerich o el propio Lisiecki, por ejemplo, provocan que todo ello se disipe en buena medida y lo mostrado sea, simplemente, otra cosa. Algo fantástico, igualmente, pero otra cosa que como críticos, desde esas líneas de Wilde, no deberíamos tratar nunca desde la comparación y el ideal propio. Porque en la buena crítica, el buen sexo y la buena cocina, se ha de disfrutar con los ingredientes, con el arte que nos es dado... El perfecto ideal sólo existe en el imaginario individual de cada uno y el hecho de contar la música debería ser, siempre, un lugar de encuentro colectivo desde el que poder asomarnos y disfrutar de la música.