El ciclo de la vida
Barcelona. 18/02/2025. Gran Teatre del Liceu. Requiem, con música de Mozart. Anna Prohaska (soprano). Marina Viotti (contralto). Nicola Ulivieri (bajo). Levy Sekgapane (tenor). Romeo Castellucci, dirección de escena. Giovanni Antonini, dirección musical.
Bajo el un tanto engañoso título de “Requiem”, el Gran Teatre del Liceu ha presentado un espectáculo que, más adecuadamente podría llevar el de “Una reflexión escénica de Romeo Castellucci sobre el ciclo de la vida a partir del Requiem y otras obras de carácter religioso y espiritual de W. A. Mozart”. Y es que, al fin y al cabo, para bien o para mal, el director de escena, dramaturgo, artista plástico y escenógrafo italiano es el protagonista absoluto de esta propuesta tan discutible como sugerente, que ha provocado reacciones opuestas, hasta enconadas y no ha dejado a nadie indiferente.
Romeo Castellucci es, sin duda, uno de los registas más cotizados y discutidos del panorama operístico internacional los últimos años. Los escenarios más punteros, des de Salzburgo a La Monnaie le dan medios casi ilimitados y libertad creativa (en el caso de Bruselas hasta decir basta) para que el italiano ponga en escena óperas, pero también otro tipo de composiciones de carácter menos narrativo y más espiritual como esta misa de muertos o la Sinfonía “Resurrección” de Mahler. En ellas, Castellucci puede desarrollar con mayor libertad una serie de conceptos filosóficos, simbología visual y heterodoxa narrativa que, si bien en muchas ocasiones tiende a ser críptica, consigue momentos de indudable impacto estético.
Este es el caso de esta producción que ha llegado al Liceu y que se estrenó en el Festival de Aix-en-Provence el verano de 2019. Castellucci plantea un concepto circular a través del cual explicar las distintas etapas de la existencia humana, tanto desde una perspectiva individual como colectiva. Ahí es nada. Y lo hace a través de una construcción musical donde el Réquiem de Mozart/Süssmayr está en el centro, pero en el que se intercalan otras piezas, desde la austeridad del canto gregoriano que abre la representación ‒el gradual Christus factus est a capella, a cargo de un niño de la Escolanía de Montserrat‒ a una selección mozartiana que incluye la Meistermusik K 477, el Miserere mei, Ne pulvis et cinis y O Gottes Lamm entre las más importantes. Una selección y estructura creada ad hoc por Raphaël Pichon que, sin el aparato escénico, se había escuchado ya en el Palau de la Música.
Castellucci parte de una imagen realista, una mujer mayor muriendo sola mientras mira la televisión para abrir, justo en el momento del deceso, un relato y universo simbólico que bien podría ser interpretado también como un tránsito. Este viaje nos revelará, de manera visual, simbólica y abstracta, que todo tiene un inicio y un final, que nada es eterno y que todo, indefectiblemente, tiende a la extinción. En escena, individuos y comunidades evolucionan sobre un fondo blanco durante gran parte de la obra en el que se proyectan nombres de civilizaciones, idiomas, construcciones u obras de arte extinguidas y, finalmente, todas aquellas de nuestros días que, tarde o temprano, también se extinguirán.
El resultado, a la práctica, es a menudo inconexo, a veces repetitivo (especialmente esas coreografías casi infantiles con las que pretende sugerir la creación de sustratos culturales a través de la danza y el ritual colectivo), pero también muy sugerente para quien entre en el juego de Castellucci e, incluso, con momentos de carácter trascendental. La parte final, con el sonido y el olor de la arena cayendo, metáfora del polvo en el que nos convertiremos, y el rayo de esperanza que supone ese recién nacido moviéndose en el escenario, es la sublimación del arte escénico. Simplemente memorable.
Desde el punto de vista teatral, esta propuesta supone un reto realmente mayúsculo pues el coro, protagonista de la obra, está permanentemente en movimiento, bailando, arrastrándose por el suelo, vistiéndose y desvistiéndose, a menudo de espaldas al director y con mínima iluminación en el escenario. Por todo ello hay que valorar en su justa medida el enorme trabajo que ha hecho el Cor del Gran Teatre del Liceu y su director Pablo Assante para llevar a cabo el proyecto. Más aún si tenemos en cuenta que la música sacra, que tiene códigos distintos a la operística, no es su especialidad. Fue muy meritorio que, en líneas generales, se mantuviesen conectados con la batuta de Giovanni Antonini, pero fue inevitable que, a medida que avanzaba la agotadora sesión, los desajustes se produjeran con más frecuencia y, sobre todo, se apreciase cierto cansancio y desgaste vocal.
Menos justificación tienen unos solistas de enorme discreción de entre los cuales solo rayó a alto nivel la contralto Marina Viotti. El bajo Nicola Ulivieri mostró una correcta línea de canto, pero escasa proyección. Aún menos un inaudible Levy Sekgapane en la parte de tenor mientras que el timbre ingrato de la soprano Anna Prohaska fue, por momentos, hiriente.
Al mando del aparato escénico musical estaba Giovanni Antonini que, con un gesto amplio, pareció más atento a luchar por cuadrar todos los elementos que en ofrecer una lectura sutil e inspiradora del Réquiem. La Orquestra del Gran Teatre del Liceu, más elevada de lo habitual, mostró en líneas generales un sonido duro, poco transparente y desequilibrado entre las diferentes secciones. Es probable que la complejidad de la propuesta condicionara el aspecto musical y que, con el paso de las funciones, las cosas se vayan poniendo en su sitio. El día del estreno, en todo caso, se impuso la parte visual. Fascinante para algunos, deleznable para otros. Como la vida misma.
Fotos: © David Ruano