OBC_Mena_Bouchkov_25_a.jpg

Superando maldiciones

Barcelona. 22/03/25. L’Auditori. Festival Ciutat de Clàssica. Obras de Chaikovski y Bruckner. Orquestra Simfònica de Barcelona. Marc Bouchkov, violín. Juanjo Mena, director. 

Cuncurridísimo atardeció L’Auditori el pasado sábado, que no quiso faltar a lo que fue sin duda una de las grandes citas de la temporada, otro destacado evento enmarcado en el Festival Ciutat Clàssica. El programa constaba del Concierto para violín y orquesta en re mayor de Chaikovski, interpretado por Marc Bouchkov, y de la Sinfonía nº9 en re menor de Bruckner, todo ello bajo la batuta del gran Juanjo Mena, que un año más acudía invitado al auditorio barcelonés. Hace exactamente dos meses, Mena difundía que padecía Alzheimer en un estado todavía incipiente, a través de redes sociales, aunque ello no ha impedido que el director cumpliera con sus compromisos en Baltimore, Venecia, Dallas o Madrid durante los últimos meses. El director alavés ha afirmado su intención de seguir trabajando, aunque con más descanso, y que se apoyará en sus familiares para hacer frente a “la partitura más difícil de todas”. 

Bouchkov también se enfrentó a una partitura difícil, aunque la superó con una modesta espectacularidad, en el sentido puramente escénico. En lo musical, el ruso-belga mostró sus dotes y virtudes de manera innegable y, sobre todo, su conocimiento de la obra, que comenzó por una ágil muestra de gimnasia violinística y unos finísimos legati sobre la escala cromática. Resaltó el tema con destreza en sus arqueos de doble cuerda en aparente buena sintonía con Mena. Desarrolló su cadenza sin abusar del ad libitum y prosiguió su búsqueda hacia los armónicos imposibles –bien hallados–, encontrándose también con el director en los cambios de tempo. Paseó su violín por una canzoneta sin sorpresas, sacando lo mejor de su segunda y tercera cuerdas y en el Finale transitó su timbre hacia el matiz rugoso, justo de sul ponticello, durante el inconfundible primer tema, antes de acometer el estratosférico final con seguridad y osadía. Regaló dos bises, el último, con razón del trescientos cuarenta aniversario de Bach.

OBC_Mena_Bouchkov_25_a.jpg

El término “novena sinfonía” sin duda ha estado, digamos, desde finales del siglo XIX, vinculado a la famosa superstición de que ningún compositor “llegaba vivo” a su décima sinfonía, o dicho. Tras Shostakóvich, que fue uno de los que rompió “la maldición”, y los avances musicológicos que han puesto en contexto ciertos datos y arrojado precisión en otros, poco queda ya esa historia que se gestó a raíz de las circunstancias particulares de Beethoven, Mahler, Schubert, y también de Bruckner. Lo que sí que queda de todo eso, es la indisoluble sensación de que una novena sinfonía es el paradigma de una cumbre alcanzada, una cumbre musical, ya sea en el mero sentido de haber concluido una gran obra, o trasladado al plano de la dirección de orquesta, el de la culminación a una gran carrera. Por supuesto que Mena ha dirigido muchas novenas, pero dio la sensación de que la Novena de Bruckner que resonó en el Auditori, tuvo bastante de despedida –quizá de despedida progresiva–. De hecho, a la de Bruckner se la conoce como la sinfonía “del adiós”, así que todo ello, pudo interpretarse como una declaración de intenciones. 

OBC_Mena_Bouchkov_25_b.jpg

En cualquier caso, a las órdenes de Mena, la OBC respondió decentemente a esta colosal partitura, en parte gracias a una sección de metal muy segura, esencial para evocar esas fanfarrias post-waganerianas del primer y segundo actos. Con caras nuevas en la sección de cuerda, violines, violas, chelos y contrabajos también hicieron lo propio y defendieron unas intervenciones convincentes, aunque dio la sensación de que todavía hubo potencial para más, especialmente en violines, en alguno de los pasajes más líricos y emotivos. En el primer movimiento Mena agitó paulatinamente el avispero hasta construir, sin prisas y con el debido espaciado, la gran arquitectura que sustenta la sinfonía. Su experiencia y sabiduría equilibró los decibelios de los innumerables cambios dinámicos que alternan los pasajes del discurso musical, lo que evitó que los tutti en fortissimo sonaran todos con la misma y exacta intensidad, algo importante en una pieza de tales proporciones.

De la heroicidad y plenitud del primer movimiento, Mena se adentró en el implacable martilleo del Scherzo con gran fuerza y contundencia, brincando con la orquesta, y con un cierto margen dinámico para que las cuerdas en pizzicato desempeñaran sus crescendos. El Trio fue una de las mejores partes, bajo una excelente lectura de contraste bajo la cual brillaron las flautas con gran claridad de fraseo. El maestro afrontó el Adagio final con una implicación especial, arrimándose al borde de la tarima con llamativa seguridad, mientras extraía de los primeros violines lo mejor de su rango medio bajo, con cierto matiz sul tasto, y lo propio del resto de cuerdas bien atento también a la sección de trombones. El conjunto alcanzó un potente final, religiosamente respetado por los protagonistas y el público, que dedicó una querida ovación a uno de los músicos más respetados del país y al que desde Platea Magazine deseamos mucho ánimo. 

Fotos: © May Zircus