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Los tres teclados: fascinación perpetua

Barcelona. 08/04/25. Iglesia de Sant Felip Neri. Obras de Satie, Bach, Stravinsky, Scarlatti, Bethoveen y otros. Anthony Romaniuk, fortepiano, clavecín y piano eléctrico

Un año más, algunos de los rincones más especiales de la Barcelona medieval han acogido diversas actuaciones de música barroca, renacentista, y también coral contemporánea, enmarcadas dentro del ya canonizado Festival Llums d’Antiga. En el campo del teclado la gran apuesta del festival era la de Anthony Romaniuk, uno de las voces más eclécticas del panorama internacional de la interpretación histórica. No resulta inusual encontrar al australiano rodeado de teclados en sus recitales, antiguos y modernos, y aunque la presentación de su proyecto Perpetuum, su segundo disco, ha visitado ya muchas ciudades europeas, la propuesta reunió a un buen centenar de curiosos que no quisieron perderse el evento celebrado en la Iglesia de Sant Felip Neri, en el barrio Gótico

En el altar de la pequeña iglesia reposaban un clavecín, un fortepiano, y un teclado Rhodes Mark 1, icónico instrumento de la esfera jazz y rock de los años setenta. Sin embargo, Romaniuk tenía previsto tocar con un Yamaha CP-70, para muchos, el verdadero piano eléctrico “por excelencia”. Por problemas técnicos de última hora, tuvo que ser substituido de urgencia por un ejemplar Rhodes –lo que más se parecía “estando a mano”– por parte del equipo de producción. 

Con Rhodes o sin él, no es habitual que un intérprete de música antigua alterne entre el clave, el fortepiano, el piano (“moderno”) y teclados eléctricos, además de sintetizadores. La visión de Romaniuk, solista y clavecinista oficial del conjunto Vox Luminis, es la de un políglota musical que trasciende la distinción entre teclados blancos y negros, alejada del escaparatismo tan frecuente en la música antigua, que suele consistir en interpretar la música “tal y como sonaba” hace siglos, pero con escasa reflexión y ningún aporte novedoso. Lejos de transgredir, su filosofía musical parece rondar entorno a la idea de “continuidad”, conectando épocas pero rehuyendo de toda distinción “por bloques”. Romaniuk se decanta por intercalar estilos, periodos, y, por supuesto, alternar continuamente instrumentos; una idea que casa bien con su faceta de improvisador y con sus propias composiciones, bien empastadas en el variado y amplísimo repertorio de Perpetuum, una selección de obras que tienen en común un discurso formado por un flujo “perpetuo” de notas, en constante un movimiento. 

El artista se desenvolvió con técnica y sabiduría en los tres instrumentos, sobrellevando bien la adaptación a las particularidades mecánicas de cada uno, así como a las características de cada teclado –presión, tamaño, timbre, etc.–. Si bien acústicamente, el clavecín y el fortepiano aportaron sonoridades claras y compatibles, el Rhodes, con su tono oscuro y sus peculiares armónicos, emborronó varias de las piezas de tempo rápido debido a la reverberación y al desequilibrio entre graves y agudos. Fue el caso del Preludio en Mi BWV 1006a de Bach, cuya armonía no pudo apreciarse bien a pesar de la diestra interpretación del australiano. La Sonata para piano K043: I. = 112 de Stravinsky tampoco pudo disfrutarse en su totalidad, aunque corrió mejor suerte a partir de su parte central, debido a la separación de materiales. De manera similar transcurrió el Preludio nº2 en la menor de Shostakovich, interpretado también en el Rhodes. No obstante, las Pieces froides de Satie (Danses 1 y 2) sí que cuajaron bien con la sonoridad de la sala.

El Etude nº2 de Philip Glass se convirtió en una rareza interesante al fortepiano, y Ramaniuk se defendió en el Finale de la Sonata para piano nº17 de Beethoven, a pesar del (todavía) algo escaso margen dinámico que ofrece el instrumento. Otros momentos destacados fueron el célebre Impromtu, D.899 y el Intermezzo de Schumann (Faschingsschwank aus Wien). Sin embargo, fue al clavecín, donde el australiano firmó algunas de las mejores interpretaciones, en parte, gracias al timbre concreto e incisivo del instrumento. Sobresalió la lectura de la Sonata en fa menor, K.69, articulando con gran sensibilidad la voz aguda y la grave, y teniendo bien presente las articulaciones. Sorprendió con Uppon La Mi Re, una pieza anónima del s. XVI, y notable fue su incursión a la Inglaterra de Purcell, con su A new ground, ZT 682. También dejó buenas impresiones con una formidable Toccata en mi menor BWV 914, demostrando que por algo es el clavecinista del conjunto Vox Luminis. 

Tras un discurso lleno de humildad y simpatía, se despidió del público con una propina de Chick Corea –una de las Children’s songs– poniendo fin a una velada innegablemente especial.