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La última crítica

Barcelona. 13/12/24. Gran Teatre del Liceu. Puccini: Madama Butterfly. Sonya Yoncheva (Cio-Cio-San). Matthew Polenzani (Pinkerton). Lucas Meachem (Sharpless). Annalisa Stroppa (Suzuki). Pablo García-López (Goro). David Lagares (Bonzo). Entre otros. Cor del Gran Teatre del Liceu. Orquestra del Gran Teatre del Liceu. Paolo Bortolameolli, dirección musical. Moshe Leiser y Patrice Caurier, dirección de escena.

Hay tres claves fundamentales a la hora de participar en cualquier sarao: no hablar de uno mismo sin que te pregunten, tener claro que la frivolidad supone un gran descanso y nunca marcharte el último del lugar. Discúlpenme, pero hoy voy a fallar en la primera. Incluso puede que en la segunda. No en la tercera. Sí, definitivamente esta va a ser la última crítica que escriba.

En realidad, forma parte de una trilogía tras “La vida pasa…” y “Cantar y contar la música”. Qué le voy a hacer, si yo en realidad me estaría aquí escribiendo… escribiéndoos hasta pasado mañana. Porque uno no escribe por el gusto de escribir, sino por el gusto de que le lean. Y la crítica puede que peque en demasía de ello. Porque sí, porque el hombre siempre espera que algo de sí mismo le sobreviva, pero sin que sus decisiones arrasen la gloria de Laconia - quiero pensar -, por ir de Lucrecio a Cicerón… Estos días estuve leyendo a Séneca y ya me he liado cruzando puentes. Si me estrujaran mucho y me preguntaran qué he pretendido con mis líneas durante todo este tiempo, creo que acabaría hablando de puentes. De ventanas. De verdades y miradas.

Madama Butterfly puede resultar práctica para no olvidar que una crónica musical no tiene por qué perder su compromiso con el análisis reflexivo del hecho musical… y social. La escritura como un cuchillo, que diría Ernaux. Porque resulta contradictorio que el arte termine siendo un lugar acomodado, por mucho que se trate de música clásica. No se trata, tampoco, de objetivar y reificar a los músicos y sus instrumentos. Lo más honesto sería esa ventana abierta que explique, que muestre lo que se descubre y lo que está por descubrir a cada espectador o espectadora, con nuestro propio recorrido, sentir y conocimiento como catalizador.

Puccini, tantas veces lo he apuntado, era un verdadero hombre de teatro que utilizó todas sus artimañas para cautivarnos desde las butacas. Para hacernos cómplices como público de lo que está sucediendo sobre el escenario. Nosotros sabemos de detalles vitales que sus protagonistas desconocen: sabemos qué ha pasado con esa llave en la buhardilla parisina al apagarse la vela; sabemos quién se esconde en el pozo del jardín romano, y por supuesto sabemos el nombre del príncipe ignoto en la china milenaria… Y, sin embargo, en Butterfly el mayor secreto de Cio-Cio-San, ese niño de “ojos rasgados y azules”, nos es mostrado a todos a la vez a un lado y otro del escenario. El drama es multiplicado prácticamente a la enésima potencia.

Y lo hace con un efectismo musical de gran arrebato, en una suerte de fanfarria victoriosa a la americana. Quiere golpearnos emocionalmente lo más duro posible. Esa es la labor de todo el primer acto, de hecho. Congraciarnos de esa muchacha dulce, ingenua y entregada de 15 años. El contraste entre las exclamaciones de Pinkerton proclamando su “amor” como si fuera una multinacional abriendo franquicias y reafirmándose a base de agudos como si de golpes en el pecho se tratasen, y la sutilísima entrada de Cio-Cio-San y su familia en escena. ¡Qué manera tan diferente de subir la colina! Ella aparece en escena pasito a pasito, cándida, amable. En sus formas se intuye una mujer desvalida, frágil, necesitada del supuesto orden e incluso de la posesión de un hombre… La han educado para ello, en lo que ella cree que debe llamar “amor”. “¿Ha sido dura la escalada?”, pregunta Pinkerton. “Para una esposa entregada más penosa es la impaciencia”, contesta ella.

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La soprano búlgara Sonya Yoncheva realiza un muy convincente retrato de la joven geisha. Actoral y musicalmente. Siempre se habla de la Violetta de La traviata como paradigma de la evolución vocal y escénica de una protagonista a lo largo de una ópera, pero no queda muy lejos, en realidad, de la Butterfly de Puccini. Si para la primera se apunta a tres sopranos diferentes para poder cantarla en sendos actos, para la japonesa haría falta la experiencia no ya de tres instrumentos distintos, sino de tres edades vitales. El descubrir al otro, el descubrirse a una misma, el aceptar el destino al que injustamente se ha visto abocada. Tremendo tour de force al que Yoncheva hace frente con un instrumento de timbre bello, ancho, lo suficientemente caudaloso para superar con soltura un foso grandilocuente e hinchado y un registro bajo bien apoyado. El retrato de Butterfly encontró en el drama de Yoncheva la expresión más propia. Así, sus momentos más emotivos llegaron en el segundo acto, más allá de su famosa aria, así como en el tercero, siempre que la protagonista hacía referencia a su propia muerte.

Por su parte, Pinkerton sólo quiere hacerse la foto con una nueva adquisición para su colección particular. Y de alguna forma, me pregunto en voz alta: ¿Acaso no sigue vivo Pinkerton en nosotros, cuando acudimos como turistas salvajes al Gion de Kioto, donde han terminado por prohibir el acceso a las calles donde suelen concentrarse las gheisas? No sigue siendo Japón, el que se pretendía hermético, pero que siempre ha resultado solícito, bello y predispuesto, esa sutil mariposa - Butterfly - que seguimos queriendo someter desde Occidente a la manera de Pinkerton? ¿No estamos destruyendo la esencia de tantos lugares alrededor del mundo, a base de una mirada salvaje y clasista? Siguiendo indicaciones de la dirección escénica, Matthew Polenzani realiza un retrato humanizado de Pinkerton, atribulado y atormentado incluso, sin que por ello emerjan suficientes matices para sentir la más mínima contradicción emocional que nos lleve a empatizar con su personaje. En lo vocal, Polenzani mostró agudos en una voz plena, de timbre personal con registros no del todo homogéneos y fraseo trabajado y cuidado.

La producción de Moshe Leiser y Patrice Caurier encuentra su mejor baza en al acertado y fidedigno vestuario de Agostino Cavalca, sin que escenografía ni dirección escénica puedan aportar nada realmente relevante. Esta casa en Nagasaki es demasiado abierta para las voces en un escenario tan grande como el del Liceu, al mismo tiempo que pretende mostrarse sobria… aunando una amalgama de recursos escenográficos bastante desconcertantes. Se entiende el contraste entre el primer fondo mostrado: una fotografía real de buques de guerra para mostrar el background de Pinkerton y el sakura infantilizado en la pintura para el imaginario de Cio-Cio-San. Sin embargo, no se comprenden las opciones posteriores o el poco provecho que se sacan a los paneles japoneses… mientras que el recurso del jardín kitsch pseudo-selvático para el dúo de los cerezos es realmente … perturbador (voy a definirlo así).

Del mismo modo que los personajes de Bohème, Tosca o Manon Lescaut - por citar algunos puccinianos - pueden construirse desde sus momentos previos… o al menos desde su propio presente, con los protagonistas de Madama Butterfly podríamos realizar el ejercicio contrario: ¿Qué memoria quedará de Cio-Cio-San? ¿Qué será de su hijo? ¿Cómo le será contada la historia de su madre? ¿Quién se la narrará? ¿Será la nueva esposa estadounidense del oficial? ¿Soportará esta la carga de saber cómo se ha comportado su marido con otras mujeres? ¿Qué será de Suzuki? Y Sharpless, ¿reflexionará por ser cómplice necesario en todo ello? Sin embargo, nada de ello podría aplicarse tras la lectura de Leiser y Caurier, demasiado plana, demasiado sencilla, demasiado lineal en una concepción tradicionalista y conforme a tiempos pasados. Y si no podemos apreciar mayores vértices o matices en la pareja protagonista, tampoco podemos hacerlo en la Suzuki de Annalisa Stroppa o el Sharpless de Lucas Meachem por muy bien que estos hayan estado cantados y servidos en lo dramático, como ha sido el caso.

El plantel de cantantes reunidos fue redondo gracias a la suma de unos comprimarios estupendos como el Bonzo de David Lagares y el Goro de Pablo García-López, quizá el rol con más expresión y sentido dramático en esta noche. Muy buena labor, asimismo, la del Cor del Teatre, especialmente en su número de entrada y en el Coro a bocca chiusa, a pesar de que una orquesta desmesurada en la mayor parte de la noche llegase a taparle, faltándole a esta última, bajo la dirección de Paolo Bortolameolli, una mayor gama de matices y colores en pro del impacto sonoro.

Termino saltándome la fórmula del usted, para intentar hablaros más de cerca: Abrazad la diversidad. La honestidad. La profesionalidad. La libertad sobre los escenarios y en los auditorios. En cualquier lugar. Y no os neguéis el seguir disfrutando de aquello que os haga emocionaros al sentaros en una butaca. Digan lo que digan los demás.

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Fotos: David Ruano.